índice no. 45
José Roca
Reflexiones críticas desde Colombia

Comentario a Columna 45 16 de diciembre de 2002
José Antonio de Ory:
escritor español radicado en Bogota

Doris Salcedo: 280 sillas sobre el Palacio de Justicia

Poco después de las once y media de la mañana del pasado 6 de noviembre, el momento en que se cumplían 17 años de que comenzara la toma violenta del Palacio de Justicia por el M-19 y cayera asesinada la primera víctima, Doris Salcedo comenzó a hacer descender, lentamente, una silla de madera por la fachada oriental del Palacio. Al final del día siguiente, a la misma hora en que esos 17 años antes terminaba el hecho más trágico de la historia reciente de Colombia, colgaban de la fachada oriental y de la que hace esquina sobre la Plaza de Bolívar, a media altura, fuera del alcance del peatón, 280 sillas.

Todas eran sillas corrientes de madera, sin nada especial, sillas institucionales como las que puede haber en cualquier oficina, usadas, simples objetos cargados de la experiencia de la vida cotidiana.

Y por supuesto vacías. En la silla usada y vacía se hace presente la ausencia de quien la usó, o pudo usarla, pero ya no está ahí para hacerlo. La fachada repleta de sillas terminaba por resultar repleta de las ausencias de tantos como murieron y desaparecieron en esos dos días trágicos. Es casi imposible saber cuántos fueron (ni por qué, ni cómo, ni para qué, ni…). En torno a 115, se calcula; quizá más, quizá alguno menos. Pero Doris Salcedo descolgó 280 sillas buscando el efecto estético y simbólico de que la fachada quedara llena, a ver si así, repitiendo una acción hasta el absurdo, asientos cayendo y cayendo y cayendo y permaneciendo ahí, a media altura, fuera de nuestro alcance, uno tras otro tras otro, hasta el absurdo, empezamos a entender las dimensiones de cada muerte violenta.

Ni el tema ni la perspectiva ni los materiales de esta obra efímera son nuevos. Doris Salcedo acababa de volver de estudiar en Nueva York a Bogotá cuando sucedió la masacre del Palacio en noviembre de 1985. Ella recuerda , "Fue algo de lo que yo misma fui testigo. No me queda sólo una memoria visual, sino un recuerdo terrible del olor del edificio en llamas con seres humanos dentro… eso me dejó marcada".

Ese recuerdo no ha dejado de obsesionarla desde entonces. Como la obsesiona también la impresión de que a casi nadie parece importarle, de que casi nadie parece recordar, de que casi nada se ha investigado ni, como sucede tan a menudo en Colombia, a nadie parecen habérsele imputado responsabilidades. Durante años ha intentado recuperar objetos reales del Palacio, restos de la toma, sobras, objetos quemados, cosas que hubieran estado ahí, pero siempre le ha sido completamente negado. Los últimos cuatro los ha dedicado de lleno a investigar y trabajar sobre lo que pasó entonces y ha presentado ya tres obras en la que las sillas son, como en ésta, la manera de representar a las víctimas de la tragedia de noviembre del 85.

En Tenebrae, 7 de noviembre de 1985 (2000), las patas, extrañamente alargadas, de un maremagnum de sillas de plomo se enmarañan impidiendo al espectador el acceso, el tránsito, cualquier tipo de ocupación normal del pequeño espacio que las contiene. Ese espacio representa un campo de concentración, el lugar donde reinan el caos y la violencia; donde, como dice Hannah Arendt, todo puede pasar. Fuera, mientras tanto, continúa la vida aparentemente normal; y al espectador le es imposible cruzar de una zona a otra (vea imágenes).

6 de noviembre de 1985 (2001) son dos asientos, uno de plomo y el otro de acero inoxidable, fundidos de manera imposible: la pieza de plomo, un material mucho más débil, sostiene el peso enorme de la de acero. Son asientos idénticos y sin embargo se obliga a uno a estar dentro del otro, a ocupar el exacto espacio del otro. Esa imposibilidad física los deforma a los dos, pero sin llegar a convertirlos en disfuncionales: para bien o para mal la vida continúa a pesar de la violencia y de sus efectos devastadores.

En Thou-less (2002), 16 sillas en acero inoxidable están tan entreveradas unas con otras por los respaldos, las patas o los asientos, que es difícil reconocer dónde empieza y acaba cada una. El marco exterior de un asiento se vuelve el interior de otro, y el interior el exterior. No hay un adentro y un afuera claramente definidos, no hay certeza de qué es lo que estamos viendo. La falta de límites claros y la inversión de los valores de interior y exterior crean una imagen caótica de confusión y desorientación similar a la que produce la violencia. La masacre en la que pierde a la familia, el desplazamiento por el que queda sin casa, sin tierra, sin nada… dejan a la víctima desorientada, sin norte, sin referentes.

Pero la continuidad entre las sillas alude también al concepto de vida eterna desarrollado por Deleuze: la vida continúa, la vida de todos es una vida, hay una vida que está más allá de las incidencias de la pequeña fracción que cada uno tenemos de esa vida.

Aunque cada obra trata diferentes aspectos de la toma, las tres juntas, tal como se presentaron en la reciente Documenta 11 de Kassel (8 de junio-15 de septiembre del 2002) se vuelven una sola instalación sobre la inaccesibilidad a los espacios donde sucede el horror, la imposibilidad de tránsito entre la normalidad de fuera y el caos, la desorientación y la confusión del espacio convertido en campo de concentración. Sus mismos materiales, que se hacen engañosos, buscan añadir a la confusión del espectador, de manera que éste comparta la confusión que tiene la víctima de la violencia: el acero inoxidable parece madera, la madera parece papel. Es difícil percibir en qué material están hechas.

Las tres son obras permanentes, que carga cada una con el significado concreto que Salcedo quiso darle. La memoria de la toma del Palacio de Justicia y de la posterior destrucción y masacre forma tanta parte de ellas como el acero, el plomo o la resina de los que están fabricadas y quienes las conserven guardarán consigo ese recuerdo, congelado, aunque ni les importe el hecho ni tengan una conciencia clara de lo que entonces sucedió.

La de las 280 sillas es (¿fue?) en cambio una obra efímera. Lo importante no es el material, sino el tiempo. O más bien una determinada relación tiempo/ espacio: un lapso similar al periodo de dos días en que se desarrolló la tragedia de noviembre del 85 y el espacio limitado y concreto de los muros del Palacio ahora reconstruido.

El descenso de las sillas comenzó, discretamente, a las 11,35 del miércoles 6, sin anuncios ni alharacas, como ocurrió, lógicamente, con la propia toma. Como 17 años antes, la gente se iba dando cuenta de lo que pasaba poco a poco, a medida que pasaban por la plaza o les llegaba la noticia boca a boca. No era un espectáculo del que uno sabe previamente y al que se prepara para ir, sino una intrusión en la vida cotidiana de una ciudad que ni se la esperaba ni estaba en principio interesada. Las sillas bajando fueron provocando que la gente se parara, se amontonara a mirar, entablaran diálogo unos con otros, que el tráfico se ralentizara porque los conductores querían enterarse de qué estaba pasando. La actuación de Doris Salcedo irrumpió en el ritmo de la ciudad y lo pretendió quebrar como lo hicieron los sucesos de noviembre del 85. Como irrumpe, y rompe, la violencia cuando aparece.

Las sillas fueron cayendo con distintas intensidades durante los dos días, de acuerdo más o menos con el tempo de lo que fue ocurriendo durante la toma. No se trataba sin embargo de una reproducción exacta, sino de una representación simbólica de cómo fueron las cosas. El primer día las sillas dejaron de caer a las 10 de la noche, la hora en que el ejército tuvo que retirarse del Palacio por el calor enorme del incendio que lo devoraba; y comenzaron de nuevo a las 6 de la mañana del día siguiente, como había retomado a esa hora la ofensiva del ejército. A las 2 de la tarde parecía que ya se había acabado todo, pero continuaron cayendo sillas, de manera algo más intermitente, hasta las 7 de la noche en recuerdo de que aún habían de seguirse oyendo a esa hora disparos entre las ruinas y los rescoldos del Palacio.

Hay alusiones y significantes de las obras anteriores que se repiten en ésta. A medida que las sillas iban cayendo, se iban agolpando unas contra otras en un abigarrado desorden que representa el caos y la violencia de aquellos otros días de noviembre al otro lado del muro. Los espectadores las contemplábamos desde la comodidad y la seguridad de la calle, alejados suficientemente del horror que permanecía fuera de nuestro alcance, a una tranquilizadora media altura sobre las fachadas del Palacio. Es a los que están allá, del lado de las sillas, a los que les están ocurriendo las cosas. La relación entre nosotros, los espectadores de la violencia, y los que han quedado dentro del espacio donde se produce es, como en Tenebrae, como en la realidad, asimétrica.

Toda la obra de Doris Salcedo ha sido un continúo ejercicio de memoria sobre la violencia que asola a su país, un empeño insistente por mantener vivo, o recuperarlo cuando se ha perdido, el recuerdo de lo que pasa y lo que pasó y evitar que caiga en ese limbo de olvido en el que a menudo cae en Colombia lo que sucede.

Es memoria que alude, que evoca; que recuerda, si acaso, al espectador que hay algo de lo que tiene que acordarse más que recordárselo directamente; que incita a la reflexión a partir de una imagen más que proponer una tesis o dar una respuesta. Uno ve las sillas colgadas sobre el Palacio, como veía las sillas entreveradas de Thou-less, los armarios llenos de hormigón (Untitled, 1989-95), las camisas almidonadas y atravesadas por un palo (Untitled, 1989-90), las puertas condenadas de La casa viuda (1992-94) o los zapatos emparedados de Atrabiliarios (1993), y siente que hay ahí algo inquietante que está apenas apuntado.

El que su obra sea estéticamente atractiva añade a lo que Doris Salcedo pretende. No necesita de la explicación, del folleto, para poder ser apreciada, porque es bella más allá de lo que significa, como lo es la de Richard Serra, la de Chillida, la de Oteyza, la de Rachel Whiteread. El espectador puede limitarse a admirarla sin necesidad de interesarse por lo que hay detrás. La autora no impone el significado, no obliga a recordar con ella. El recuerdo que se quiere evocar se impone solo: como no es imprescindible entender la obra para apreciarla, queda a la voluntad, o a la sensibilidad, del espectador el querer ir más allá y preguntarse qué es lo que está viendo, qué significa, qué pasó, cómo, dónde, por qué …

Salcedo ha querido esta vez que la memoria se active y se agite a través de una obra efímera, concebida como lo contrario a un monumento permanente. Al monumento se lo carga con la imagen de la memoria, de forma que pase a ser él quien asuma la responsabilidad de recordar. Los monumentos se vuelven objetos absurdos, que no tienen posibilidad de cambio y que el tiempo va olvidando, menospreciando, borrando. La obra efímera, en cambio, actúa como una chispa de la memoria, como su acicate y no como depositaria. Nosotros, autora y espectadores, mantenemos la responsabilidad de recordar.

Las 280 sillas colgadas sobre los muros del Palacio apenas unas horas, las que duró la toma, buscaban que se volviera a activar la memoria latente de lo que pasó, que el espectador que circula casualmente por la Plaza, el que tiene noticia y va a ver qué está pasando o el que simplemente se entera por los medios de comunicación, recuerden lo que sucedió y se pregunten por las razones, por las víctimas. Doris Salcedo consideraba por eso que la obra tenía que ser absolutamente sobria y neutra, porque no tenía ella que contarle la historia a una ciudad que la conoce. "Todas las personas que tienen más de 30 años cargamos en la memoria la imagen del Palacio en llamas. Así que yo no tenía que presentar la misma imagen, sino simplemente un memento mori".

Mientras iba controlando desde la Plaza el descenso de cada silla, la gente se paraba a hablar con ella, a rememorar cómo fueron sucediendo las cosas, a recordar los nombres de los magistrados muertos, a contarle que pasan por las noches junto al Palacio y escuchan voces y lamentos. La obra cumplió su cometido y se convirtió en un acicate, en un instrumento para despertar una memoria que, a diferencia de lo que Doris Salcedo temía, no está borrada, olvidada y enterrada, sino que sigue vigente.

Y ha servido, sobre todo, como instrumento de duelo, del duelo que los familiares de los muertos y de los desaparecidos no han podido hacer aún tantos años después porque lo que pasó es algo de lo que casi no se habla. El duelo por las víctimas de las situaciones de violencia necesita de un reconocimiento colectivo. Sin eso no puede completarse y el dolor queda insuperado y congelado en el momento de la tragedia. Algo de lo más penoso que les ocurre a las víctimas de violencia y a sus familiares es el sentirse solos e incomprendidos, aislados en su recuerdo y en su dolor. Hasta que empiezan a sentir si no serán ellos los locos, los que se están inventando eso que les pasó y que nadie más parece reconocer.

Las sillas sobre el Palacio les han servido para darse cuenta de que el duelo no es sólo suyo, de los cuatro gatos que cada noviembre se manifiestan con pancartas en la Plaza de Bolívar; y para sentir que este año, por una vez, las pancartas ya no eran necesarias porque hay otros que también recuerdan, no son sólo ellos, hay otros que saben que pasó lo que pasó, que se conduelen y que este noviembre han marcado con ellos el aniversario, a la hora exacta en que cada año lo recordaban en soledad.

El recuerdo se convierte en reconocimiento colectivo, en memoria colectiva, y, por tanto, en historia, en la medida en que es narrado. Si no, dice Salcedo, la memoria está condenada al olvido. Durante dos días, la artista se ha convertido en la narradora de lo que sucedió, en la persona que deja constancia y que crea el vínculo entre las víctimas y quienes los lloran y el resto de la comunidad. El arte, efímero en este caso, ha sido instrumento de la memoria.

José Antonio de Ory
Bogotá, noviembre del 2002
  Columna 45 - comentarios

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©  Texto: Olga Isabel Acosta; Columna de Arena: José Roca

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