índice no. 38
José Roca
Reflexiones críticas desde Colombia

16 de septiembre de 2001
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Cuando el deseo se parece a nada

Suena melodramático, lugar común, oportunismo: estamos en el filo de la historia. Lo sucedido el pasado martes ha sido para la sociedad norteamericana un verdadero despertar de la edad de la inocencia. Un país que ha propiciado tantas guerras y participado en muchas de ellas - pero nunca en su propio territorio - seguía teniendo una cierta inocencia (o cinismo, o prepotencia) que le permitía pensar que la intervención externa no tendría jamás repercusiones al interior de su propio territorio.
Los dos comentarios mas recurrentes tanto en la prensa como en el americano común son: »retaliación« (comprensible, dada la magnitud de la tragedia), y »¿porqué nosotros?«, este último que muestra hasta que punto la guerra se había experimentado aquí siempre como algo que les sucedía a otros. Civiles inocentes en Estados Unidos están pagando una larga cuenta de cobro dejada por la política externa de su país, de la cual a parecer no habían tomado conciencia.

Estamos en una situación límite. Acá en Nueva York se tiene la sensación de que »algo va a pasar«, sin que ese algo sea fácilmente definible: ¿retaliación? ¿restricción de las libertades civiles? ¿exacerbación del nacionalismo? ¿concentración de la xenofobia en unos pocos grupos étnicos o religiosos? ¿un nuevo orden económico a escala global?
Probablemente todo eso y mas. Por lo pronto, un hecho evidente es que una vez mas »la maldad« tiene rostro propio. Luego de los Nazis, los japoneses, el Comunismo, los rusos, Fidel, los vietnamitas, los surcoreanos, los chinos, los narcotraficantes colombianos y mas recientemente Milosevic, toda Norteamérica concentra su odio en un personaje hasta ayer desconocido, cuya fuerza parece radicar en su relativa insignificancia. En efecto, este nuevo enemigo carece de las características de los precedentes: no tiene un territorio geográfico definido, a diferencia de lo que representaron en su momento la Unión Soviética y China en tamaño, población y poderío bélico. No se sabe a ciencia cierta donde está; contrario a la precisa localización de Cuba, por ejemplo, el ejército de Osama Bin Laden se caracteriza por su invisibilidad, por su imposible incorporeidad, por su virtual inexistencia: si hace unas semanas Bin Laden se hubiera jactado de tener un ejército capaz de infligirle un golpe de gracia a la última gran superpotencia, nadie le hubiera creído. De hecho, dijo algo parecido, y nadie lo tomó en serio. Las guerras informales son así: a los Vietcong también los subestimaron. Vo Nguyen Giap, el general que derrotó a los Estados Unidos en Vietnam tenía un frase oximorónica (que Mario Merz recuperó para el mundo del arte en una de sus obras), cuyo absurdo enunciado le daba a sus hombres la clave de la invencibilidad: »Si el enemigo se concentra, pierde territorio; si se dispersa, pierde fuerza«.

Quienes perpetraron el atentado del 11 de septiembre (no está aún claro que haya sido Bin Laden, así los Estados Unidos lo acusen - y así el lo niegue) han invertido la sentencia de Giap: ganaron fuerza al atomizarse en numerosos pequeños escuadrones, e hicieron mucho daño; al dispersarse no ganan territorio en el sentido militar estricto, pero sí en el de la lógica del terror: no están en ninguna parte, pero pueden estar en todas al mismo tiempo. Si se concentran, pierden esa fuerza y se vuelven visibles, localizables, vulnerables; si se dispersan, ganan en el territorio de la paranoia colectiva. Pero también en el territorio real: para bombardearlos habría que bombardear todos los países árabes y luego bombardear cada uno de los siete millones de musulmanes que viven en los Estados Unidos, algunos de los cuales son potenciales terroristas (sobre todo en la eventualidad de una retaliación indiscriminada).

Cuando vi la caída de las torres gemelas, lo primero que se me vino a la mente fueron las imágenes de Koyaanisquatsi (la película de Godrey Reggio, lírica condena al progreso salvaje del siglo XX), en particular la impresionante toma de los edificios desmoronándose en cámara lenta con la música apocalíptica de Phillip Glass como telón de fondo. Es difícil pensar en un blanco que expusiera de manera mas patética la vulnerabilidad de un sistema político, militar y económico que basaba su seguridad en la asunción acrítica que nadie osaría tocarlo, que su sola presencia garantizaba su invulnerabilidad. Tampoco ningún otro blanco pudo haber sido mas »adecuado« en términos simbólicos. Uno de los textos que mas influyó en la discusión arquitectónica durante los años ochenta fue »El significado de la arquitectura posmoderna«, de Charles Jencks, quien comienza su ensayo con una frase lapidaria: »el movimiento moderno en arquitectura murió el 15 de julio de 1972 a las 4 de la tarde«. Jencks se refiere a la demolición de los bloques de vivienda Pruitt-Igoe en Saint Louis, complejo arquitectónico diseñado por el arquitecto japonés Minoru Yamasaki - por el cual había recibido el Premio de la Asociación Americana de Arquitectos. La disfunción social que propició el edificio de Yamasaki, con sus calles-corredores en altura que se convirtieron en antros de droga y delito, llevó a que se tomara la decisión de demolerlo por completo. El fracaso del proyecto moderno en arquitectura - según Jencks - encuentra su símbolo perfecto en la imagen de los bloques Pruitt cayendo acompasadamente, en una demolición perfectamente coreografiada. El hecho de que sus habitantes fueran todos afroamericanos de los estratos socioeconómicos mas bajos, segregados por su raza y olvidados a su suerte en esos bloques, no parece haber sido tenido en cuenta como la causa real de la lumpenización y deterioro de los edificios. Como en el viejo cuento de aquel cuya mujer le es infiel en el diván y decide venderlo para solucionar el problema, la arquitectura - en tanto símbolo visible - es siempre la primera víctima. Las torres gemelas fueron atacadas por ser los símbolos más visibles de un sistema. Pero en la destrucción de los símbolos neoyorquinos, cayeron miles de inocentes que viven en un sistema que no lo es.

Tantos actos desproporcionados... Hiroshima y Nagasaki, dos ciudades de civiles también inocentes borradas del mapa como estrategia para presionar al Japón a recapitular, ¿no es lo mismo que la tragedia del World Trade Center? (evidentemente, en términos de vidas inocentes no; acá solo murió una mínima fracción de los 250.000 que perecieron en la detonación de la bomba atómica). No deja de ser irónico que el arquitecto del fin del proyecto moderno en arquitectura y el del fin del modelo económico a escala planetaria (el World Trade Center fue también diseñado por Yamasaki) haya sido un japonés, pero esto es solo una curiosidad histórica. Es evidente que después de los hechos del »septiembre negro«, lo que las torres gemelas representaban ha sufrido un desplazamiento radical, de lo cual los disturbios de Génova en contra de la globalización pueden ser vistos ahora como un campanazo de alerta. Mas allá de la escalofriante precisión de las profecías de los textos oscuros (»caerán los gemelos«, parece que ha dicho Nostradamus), lo que representaban los Estados Unidos ha cambiado radicalmente.
Es irónico que los familiares de todos los colombianos que nos encontramos en Nueva York (que venimos de un país en el que anualmente mueren mas de treinta mil personas en hechos violentos) estén angustiados por »el peligro que corremos« estando acá. Y es probable que tengan razón: la destrucción de las torres gemelas por ocho terroristas armados con cuchillas de cortar cartón ha cambiado para siempre el orden geopolítico.

Carlos Garaicoa, artista cubano que vive en La Habana, realizó en 1996 una bellísima serie de obras sobre la relación de amor y odio que mantiene Cuba con los Estados Unidos, tomando como metáfora imágenes arquitectónicas de La Habana y Nueva York. Estos »Mapas del Encuentro«, como los llama Garaicoa, son conformados por paralelos formales entre las arquitecturas de ambas ciudades, así como por objetos encontrados o comprados en mercados populares puestos en relación con las imágenes: objetos rescatados del espacio real para situarlos en el espacio del discurso. Hace un año escribí un ensayo para el catálogo de la exposición de Garaicoa en la Biblioteca Luis Angel Arango en Bogotá, (que luego se presentó en el Museo del Bronx en Nueva York y la semana entrante abrirá en el Museo Alejandro Otero en Caracas), del cual extracto un fragmento:
»Nunca es mas cruda esta confrontación entre deseo y realidad que en la obra 'Cuando el deseo se parece a nada'. Por una parte, las torres gemelas del World Trade Center en Nueva York, uno de los edificios mas altos del mundo, símbolo de la modernidad y de la primacía del modelo que privilegia el libre comercio mundial. En contraste, un joven tatuado de mirada desafiante tiene como fondo un par de torres de vivienda masiva industrializada, del tipo construido con prefabricación pesada para resolver la escasez de vivienda (tan presente en las ciudades del Tercer Mundo como en la Europa de la posguerra). En su brazo tatuado con la imagen de las torres gemelas se alcanza a leer: 'N.Y. in my soul'. Todo territorio - real o imaginado - esta inscrito en el cuerpo; son nuestras expectativas frente a el lo que lo definen para nosotros«.

Los fundamentalistas que perpetraron el horrible atentado del martes llevaban su país - o mas bien la conciencia de su pertenencia a una causa - dentro de su cuerpo, y ese país murió con ellos. La retaliación contra un país atomizado y ambulante será sin duda una de las mas duras pruebas para el modelo de confrontación al que los Estados Unidos están habituados. La cacería indiscriminada al interior del cuerpo social norteamericano se parecerá a las terapias invasivas contra el cáncer en donde lo sano muere con lo enfermo, y si tiene el mismo desenlace, provocará una implosión mas contundente que la ya prefigurada por el desplome de las torres sobre sí mismas.

Cuando el deseo se parece a nada... difícil pensar en un título mas premonitorio que el de la obra de Garaicoa. Hoy, la nada mas literal ocupa el espacio de ese deseo.

José Roca


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