índice no. 38
José Roca
Reflexiones críticas desde Colombia

Comentario a Columna 38 25 de septiembre de 2001
Haciendo Himnos entre Ruinas
(Un muro de Berlín americano - 2)

Por Pablo Helguera
Artista visual, radicado en Nueva York

Vea también la primera parte.


¿qué yerba, que agua de vida ha de darnos la vida,
dónde desenterrar la palabra,
la proporción que rige al himno y al discurso,
al baile, a la ciudad y a la balanza?

Octavio Paz, »Himno entre Ruinas«

Días después del atentado contra el World Trade Center recibí la llamada de un conocido, típico artista del medio social neoyorquino. Me preguntó la frase de cajón entre artistas neoyorquinos: »¿en qué proyectos andas trabajando ahora?« Respondí que en ninguno, porque los acontecimientos de la semana pasada me habían dejado devastado, y no veía sentido alguno en producir arte en ese momento. Me preguntó entonces si había leído un artículo de Carol Vogel en el New York Times sobre el arte producido durante la guerra. »Ha habido grandes obras producidas en tiempos de guerra. Podrías basarte en esa tradición«.

Sin duda, quienes trabajamos en la producción de arte nos convertimos, de la noche a la mañana, en »artistas trabajando en periodo de guerra«, aunque sea sólo nominalmente. Pero no podía creer el oportunismo inherente al comentario de mi amigo, y que a él mismo le pasó inadvertido. De inmediato imaginé con fastidio anticipado lo que se vendría en los próximos meses en nuestro medio: muchas exposiciones sobre guerra y política, imágenes de torres destruidas, testimonios de víctimas, comentarios profundos sobre la tragedia de la humanidad, escapismo idílico.

Nada de malo hay en que una experiencia tan traumática desemboque naturalmente en todo tipo de respuestas artísticas. Después de todo, el arte es una forma de exorcizar las obsesiones colectivas. Es también normal que todo el arte político que está por aparecer sea en unos casos inteligente, en otros trivial y hasta meramemente oportunista. Por desgracia, y dejando de lado de sus méritos estéticos, apostaría a que la producción de gran parte de estas obras responderá no a una auténtica preocupación social sino a la perspectiva de conseguir reconocimiento por abordar un tema de relevancia. Tal es el ejemplo de mi amigo, para quien no se trataba -como revelaba con toda naturalidad- de cambiar actitudes sino simplemente de cambiar el tema de las obras.

Desde ese momento he dudado si el medio artístico realmente comprenderá el significado de los incidentes del 11 de septiembre, y si los artistas seremos capaces de adoptar un nuevo papel en los cambios que esto ha producido. Porque el arte contemporáneo nunca se sintió más irrelevante que inmediatamente después de este incidente.

Es importante recordar que este acto terrorista no es la mayor tragedia que ha visto el mundo: basta con recordar los genocidios en Ruanda, la limpieza étnica de los kurdos, la guerra civil de la Ex-Yugoslavia o, especialmente, la bomba atómica sobre Hiroshima. Pero aunque muchos artistas han procurado que sus obras sean respuestas a situaciones sociales reales, el mundo internacional del arte ha tendido a distanciarse de estos incidentes y ha mantenido su sistema de vida fuera de estos hechos, como en un suburbio cultural. Pero el 11 de septiembre será otra historia. Cuando un terremoto sacudió a Turquía el año pasado, se decidió seguir adelante con el proyecto de la bienal de Estambul, puesto que se consideró negativo privar al público de un acontecimiento que podría al menos hacerlos olvidar la crisis. Se trataba de un desastre natural, algo que estamos mucho más preparados para aceptar como parte de la vida, y el arte cumple una misión fundamental como paliativo al sufrimiento. Sin embargo, cuando ocurre un acontecimiento como el del 11 de septiembre, la misión del arte es mucho mayor que el de simplemente proveer una ventana para el escapismo.

El acontecimiento tiene una relevancia particular para la producción artística porque ocurrió en Nueva York, el principal centro de exhibición del arte contemporáneo. Aquí se encuentran las mejores y peores exageraciones del arte, ha sido también el lugar de choque entre realidades brutales y la obstinación por no querer reconocerlas.

En una cita que causó una controversia internacional, Karlheinz Stockhausen dijo que el incidente del World Trade Center había sido la mayor obra de arte jamás hecha. Cualquiera que haya sido el contexto del comentario del compositor alemán (y que le ha causado muchos problemas), seguramente se refería a que el impacto de este acto terrorista sobrepasó la magnitud de cualquier otra experiencia, artística o no. De cualquier manera, este terrible atentado hizo evidente como nunca antes el papel marginal del quehacer artístico en nuestra sociedad. Después de casi una década de virtualidad, un golpe de realidad nos obligó a reconocer la caída de nuestra torre virtual de idilios con experiencias imaginarias.

O al menos eso parecía. Desafortunadamente, y después de tal visión mundial de la realidad más horrible, el gobierno de Estados Unidos respondió histéricamente, volviendo de inmediato a la virtualidad con el fin de lograr el control del público, fácilmente manipulado por los medios. No es ningún secreto que el publico norteamericano en general se encuentra seguro en la irrealidad. Así, fuimos testigos de un desfile inverosímil de comentarios santurrones sobre la determinación y el poder de los Estados Unidos, la garantía de que todo estaba en orden y los culpables serían castigados. La falta casi completa de autocrítica de los medios, la ausencia casi absoluta de introspección nacional, fue escandalosa en casi todos los medios de noticias norteamericanos. En ningún lugar se discutió si el atentado era la respuesta natural a una serie de acciones arbitrarias de los gobiernos de Estados Unidos, específicamente dirigidas al medio este.

El medio del arte, por su cuenta, siguió las líneas de este comportamiento general y acrítico de manera confusa, lenta y desorientada. La reacción de los museos, las galerías y los artistas de Nueva York fue, en el mejor de los casos, homogénea y predecible. Aunque muchos lugares cerraron o hicieron gestos simbólicos para reconocer la tragedia (en muchos casos similares a los del »día sin arte« por el sida), la mayoría de las inauguraciones previstas se realizaron, y después de una semana era ya evidente el esfuerzo por volver a hacer las cosas como siempre se habían hecho. El mensaje implícito del mundo artístico resultó ser algo así como »sí, esto ha sido una tragedia, y estamos conmovidos por ella, pero la vida debe continuar y debemos confiar en el poder curativo del arte para seguir adelante«. Mientras tanto, las verdaderas expresiones culturales a flor de piel ocurren en plazas públicas: Times Square, Union Square, Washington Square, y en las estaciones de bomberos. La ciudad entera se convirtió en un camposanto, una ofrenda en memoria a los muertos. ¿A quién podía interesarle ver una instalación de video en un museo?

Para los que sí pusieron atención, los dos fundamentos principales del mundo del arte -el individualismo y el comercio- han sido en cierto modo atacados también por los aviones terroristas. En el intento de preservar nuestro mundo artístico post-histórico, decidimos no adoptar la concepción artística de Beuys, con su misión social y su deseo de cambio, sino más bien el cinismo warholiano, donde el dinero y la fama son sin duda la base de todo. Ningún otro valor ha sobrevivido tan poderosamente, y cuando alguno más se hace presente, los otros dos ocupan indefectiblemente un lugar prioritario. Con pocas excepciones, la conciencia social se ha vuelto ilustrativa, a manera de conceptualismo ornamental. Las verdaderas misiones sociales en el arte dejan de ser moda, o dejan de ser económicamente viables, cuando su enfoque no es el motivo ulterior: transformarlo, a fin de cuentas, en producto.

Nos planteamos el objetivo urgente de redefinir la producción artística de hoy en un momento en que ya veníamos experimentando un agotamiento de creencias y un manierismo formal sostenido en parte por el mito de lo virtual. Para las generaciones de artistas jóvenes, el término »virtual« cobró una importancia esotérica equivalente al término »conceptual« de hace una década: el término de »apellation controlee« de cualquier buen arte. Fue la reflexión natural en un clima generacional donde la distinción entre lo real y lo imaginario desapareció casi por completo. Los reality shows y películas como The Truman Show, Being John Malkovich, y The Matrix fueron la culminación de este fenómeno.

Nuestra falta de contacto con la realidad se muestra inmejorablemente en la respuesta de los campus universitarios, que en décadas pasadas fueron los mayores epicentros del movimiento antimilitarista y esta vez han reaccionado en forma poco informada, desordenada, desigual y a veces hasta indiferente. Mientras algunos estudiantes claman por la paz, otros apoyan la intervención americana, y gran parte se desentiende. Este distanciamiento no es tan diferente al del artista promedio de hoy: estamos dispuestos a tratar temas difíciles y de peso, no a arriesgar nuestra posición jerárquica en el mercado competitivo del mundo del arte. La preocupación por subir en la escala jerárquica supera en mucho a los credos liberales que nos jactamos de tener.

La vida debe continuar, y el arte debe seguir produciéndose. Pero las cosas ya no pueden ser iguales. Más claramente que nunca vemos como el mundo del arte se ha convertido en una fortaleza medieval dentro de la cual invocamos los grandes conceptos e ideas de la creación. Hoy, una situación drástica requiere medidas drásticas. Si hemos de reconocerlas, habrá que hacer muchos cambios significativos y desarmar muchas estructuras convencionales. De no hacerlo, y si solo continuamos nuestra displicente fiesta privada, nuestro futuro es volvernos irrelevantes ante la historia, de la misma manera en que la historia nos ha parecido irrelevante a nosotros.

El 11 de septiembre ha sido posiblemente el día de la defunción efectiva de la noción ingenua de la aldea global, y del redescubrimiento del mundo actual. Irónicamente, la precariedad del viaje por avión nos ayudó a darnos cuenta de que, después de todo, el mundo es de veras muy grande y estamos separados en vastas regiones culturales. Y es a través del diálogo artístico como cierta comunicación cultural podría ocurrir. Pero para que el mundo del arte logre reinventarse y convertirse en un área de actividad que realmente marque una diferencia en el sistema de la producción cultural, debe haber una revisión de valores. Hay que buscar la manera de separar los intereses humanos de los económicos. Debe abandonarse la dependencia del protagonismo. Deben abandonarse la retórica interna y la falta de compromiso externo con el publico en general. Finalmente, el arte quizá deba redefinirse dentro de otra área de actividad, y posiblemente liberarse del lastre de algunas de sus acepciones históricas. Pero ante todo, debe ser el resultado necesario de experiencias vitales, en vez de estas ser un pretexto para hacer arte.

Los incidentes de estos días deberían guiar nuestros esfuerzos para comprometernos a desarrollar un nuevo humanismo. Octavio Paz, uno de los pocos poetas modernos que intentó armar un puente entre Oriente y Occidente, creía en el poder transformador y revolucionario de la poesía y su habilidad de iluminar complejidades culturales que ninguna otra área era capaz de hacer. Parafraseando a Paz en su poema, debemos de encontrar esa fuente de agua que nos ayude a infundir vida al arte de nuevo, para que cobre sentido de nuevo para nosotros. Y qué mejor manera que dirigiendo nuestra mirada al mundo de verdad?
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©  Texto: Pablo Helguera, Columna de Arena: José Roca

Presentación en internet: Universes in Universe, Gerhard Haupt & Pat Binder
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