índice no. 38
José Roca
Reflexiones críticas desde Colombia

Comentario a Columna 38 25 de septiembre de 2001
Un muro de Berlín americano - 1
(diario de Manhattan)

Por Pablo Helguera
Artista visual, radicado en Nueva York

le silence eternel de ses espaces infinis me effraie
Pascal, Pensées

11 de septiembre, 2001

Despierto abruptamente. Miro por la ventana de mi departamento en el lado este de Manhattan, donde se observa una enorme nube de humo marrón. Sin saber bien qué hacer, salgo a la calle. Pasan corriendo hombres de negocios desaforados que tratan inútilmente de marcar sus celulares mientras gritan buscando taxis. Mientras me dirijo a un monitor de televisión para ver la tragedia que se desenvuelve a unas cuadras de donde estoy, veo las torres del World Trade Center derrumbarse junto con las vidas de miles de personas.

Me siento paralizado por sentimientos encontrados: incredulidad, confusión, shock. Revive un antiguo miedo de mi adolescencia, de cuando en 1985 un temblor cimbró la ciudad de México e incontables personas murieron bajo los escombros. Cualquiera que haya vivido un desastre natural sabe lo que significa el peligro cuando éste se presenta. Me mudé entonces a un país en el que pensé que nada de esto podría pasar, porque yo había crecido con la imagen de un Estados Unidos impenetrable, invencible. Esta vez mi antiguo miedo regresó con más fuerza que nunca, y con un significado mucho más cruel: no sólo lo volví a vivir, sino que esta vez había sido ocasionado no por la naturaleza sino por seres humanos.

Regreso a mi departamento sin mucha claridad y sin saber bien qué hacer. Solo mantengo un ojo vagamente atento a la vida de mi calle. Los oficinistas, que han sido enviados de vuelta a sus casas desde temprano, se cambian a su ropa del domingo. Poco después, hacia la una de la tarde, todos los bares y restaurantes están inusualmente llenos. La gente pasea sus perros como si nada pasara. Yo me quedo dormido en mi sofá. Cuando despierto, son las ocho de la noche. No hay nadie en las calles. Todos los comercios están cerrados. La ciudad que nunca duerme está sumergida en un silencio total, sólo quebrantado por las sirenas de las ambulancias.

12 de septiembre

Me despierto a las seis de la mañana. Me he quedado dormido de nuevo en mi sofá y he dejado todas las luces prendidas. El tiempo parece correr angustiosamente rápido. Por mi ventana entra un misterioso olor como de hule quemado que está por toda la ciudad. Salgo a la tienda a comprar algo, pero encuentro poco: la gente de mi barrio ha vaciado los anaqueles. La ciudad está clausurada al exterior, y no han dejado entrar a los camiones con mercancías.

Sintonizo las noticias, que me dejan un mal sabor en la boca. CNN ha creado un titulo para sus reportajes, »Ataque en América«. El título, hecho en diseños dinámicos, viene con una música sensacionalista que combina un tono nacional con uno dramático. Estamos, pienso, en medio del set de la película Independence Day de la vida real.

13 de septiembre

Trato de seguir mi rutina diaria. Llego a la oficina a las nueve de la mañana. Pero los acontecimientos de los días anteriores me han dejado desarmado. He hablado con gente que vivió la destrucción, cuyas oficinas estaban en las torres. Todos están en un profundo estado de shock. Yo no soy sino un artista visual que trabaja en un museo. Qué pretencioso se siente pensar sobre arte en estos momentos. Qué insignificante es lo que hago en comparación con la magnitud de lo que acaba de pasar. Qué importa si el mundo del arte existe o no con sus políticas, sus inauguraciones de museos, su diálogo interno y obsesivo, en comparación con la lucha de vida o muerte entre culturas que se está gestando en el mundo y que hasta ahora estamos forzados a reconocer que existe. Ahora, más que nunca, el mundo del arte neoyorquino me parece un concurso bizantino para demostrar cuántos ángeles caben en la punta de una aguja.

15 de septiembre

Mientras paso por la calle Canal, encuentro a una masa de personas que rodean la avenida West Broadway, acordonada por la policía. Al final de la avenida se puede divisar una columna de humo donde estuvo alguna vez el World Trade Center. La gente en la calle (americanos, europeos, japoneses) está armada con cámaras digitales, videocámaras y binoculares. Tratan incansablemente de fotografiar lo mas cerca posible el sitio de la tragedia, preguntando por todas partes cuál es el mejor punto para ver la zona de desastre. Llevan bajo los brazos todo tipo de souvenirs con la imagen de las torres gemelas: postales, globos de nieve, ceniceros, carteles y réplicas de plástico. Cualquier imagen de Nueva York en la que aparezcan las torres se ha convertido en una rareza arqueológica.

Los vendedores ambulantes no han perdido un minuto para la ocasión. Como por arte de magia, sus puestos están llenos con mercancía recién hecha: banderas americanas con la fecha del 11 de septiembre, con los lemas tradicionales: »God bless America«, »United we stand«. Luego veo a un vendedor (irónicamente, parece de ascendencia árabe) de camisetas con el titulo de los reportajes de CNN, »Attack on America«, sobreimpuesto a la bandera americana y la imagen de las torres gemelas. La gente se abalanza a comprar las camisetas. Quizá se conviertan en objetos de coleccionista, como la edición del 12 de septiembre del New York Post, que ahora está en subasta en E-bay.

3 de septiembre, 2001
(anotación efectivamente escrita antes de las anteriores)

Estoy en un café Internet en el centro de Zagreb, en Croacia, una triste noche de domingo lluvioso. Mañana debo tomar un avión a Londres y de ahí otro a Nueva York. He estado en Europa del este por unos cuantos días y ahora trato de articular los sentimientos encontrados que me incomodan. De alguna manera he estado reprimiendo el impulso de percibir esta ciudad como un enorme cuadro de Edward Hopper. En este café Internet me siento como uno de los personajes de »Nighthawks«, gente que busca una pequeña conversación en una ciudad que parece vacía y fantasmal.

Regreso a la casa a través de la plaza Jelacic y del bello parque frente a la estación de trenes, pensando que Zagreb es en realidad un gran escenario para la nostalgia. Grandes edificios de la época del imperio austro-húngaro son testimonio de un pasado vigoroso, y sin embargo nada en la ciudad actual parece tener vitalidad alguna. Croacia ha emergido victoriosa de una de las guerras civiles más sangrientas del siglo veinte, que sigue de hecho desarrollándose en Macedonia. Los costos de esta guerra no sólo han sido económicos, sino sociales y culturales. El país, pequeño que es, lucha dolorosamente por recobrarse y establecer su identidad nacional, rescribir su historia y encontrar su lugar en el mundo.

Veo a la gente paralizada por los fantasmas del pasado. Prolifera aquí el chat digital a través de teléfonos celulares, que la gente practica sentada en los cientos de cafés de la ciudad. El mundo cibernético y las telenovelas son aparentemente la única vía de alivio para la mayoría de la gente. Creo ver en esto los principios de una sociedad que depende de la industria del entretenimiento, como es abrumadoramente el caso en Estados Unidos. Me digo a mí mismo que afortunadamente el arte no es víctima del mercado como en América. Pero a la vez la creatividad de la ciudad parece estar en un estado de depresión, de nostalgia paralizante, donde hacer arte no parece tener sentido. No hay crítica, ni instituciones que promuevan un diálogo animado y actual sobre el arte. ¿A quién le puede interesar crear así, en el vacío? Y sin embargo, ¿no es este el momento en que es más necesario crear, precisamente cuando una ciudad necesita más energías? Qué desafío más grande hay aquí. Creo que nunca seré capaz de entenderlo, a menos que algún día experimente mismamente una tragedia como la que la gente aquí ha vivido. Quizá.

Restauraciones Nostálgicas

En el vuelo de regreso a Nueva York leí un libro reciente de Svetlana Boym, El futuro de la nostalgia. Es un estudio brillante de la relación conflictiva de los rusos con su pasado soviético. Particularmente, hace un análisis del virtual »Palacio de los Soviets« en Moscú: un gran proyecto estalinista que buscaba simbolizar la ambición soviética. El palacio jamás se materializó, aunque la ciudad moderna se diseñó alrededor del sitio en que iba a construirse, y éste siempre estaría presente en la vida de los rusos. Antiguamente, el espacio correspondía a la iglesia de Cristo el Salvador, erigida por el zar Alejandro I y demolida por Stalin para construir su gran palacio, que buscaba ser una respuesta al Empire State Building y a la estatua de la libertad. Con el advenimiento de la segunda guerra mundial y luego la muerte de Stalin, la construcción del palacio se pospuso. En los años cincuenta, el espacio se usó para una alberca climatizada gigante. Finalmente, en los años noventa, se hizo una recreación de la catedral original, erigida por el alcalde en conmemoración del 850 aniversario de Moscú. La reconstrucción de la catedral generó un gran debate sobre si tenía sentido reconstruir lo que una vez había estado ahí. Incluso hoy, con la nueva catedral en el lugar, el sitio sigue teniendo un significado particular para los habitantes de la ciudad, y la ausencia del palacio de los Soviets sigue ejerciendo el poder de la nostalgia de aquello que nunca existió.

Como dice Baudrillard en su libro Simulaciones, cuando una realidad cesa de existir es reemplazada por una proliferación obsesiva de mitos de origen, un proceso de idealización de lo que se ha desvanecido: la nostalgia. Las miles de reproducciones de las torres gemelas en los medios, en los souvenirs comerciales, en las fotos y videos de los turistas, representan nuestro intento de sublimar el pánico de la ausencia. Para la mayoría de los americanos -particularmente las generaciones jóvenes de clase media y alta- la violencia ha sido siempre una abstracción, relegada a los barrios y ghettos. La muerte aquí ha existido sólo en medios nacionales, con el rostro de asesino psicótico, y ha sido idealizada por Hollywood, nunca vivida de la manera en que aconteció ahora en el World Trade Center. La ausencia de las torres es, en realidad, evidencia del enorme vacío existencial que la sociedad americana tiene que llenar. Sin gran convicción, la gente trata de exigir al gobierno americano que encuentre a los culpables. Pero la estrategia tradicional del Big Brother para encontrar al culpable no será satisfactoria esta vez, porque el autor del crimen es un grupo intangible de terroristas y ajusticiarlos contribuirá muy poco a cerrar la herida.

Los inversionistas originales de las torres gemelas han anunciado que quieren reconstruir los edificios. Como en el caso de la catedral moscovita, la reconstrucción tendrá significado simbólico. Sin embargo, su naturaleza artificial no podrá restaurar la grieta psicológica en los ciudadanos de este país.

Des-virtualizar

Ante nuestro miedo a la verdadera nada, en los Estados Unidos regresamos a lo que mejor sabemos hacer: comprar. »Attack on America« es el encabezado del espectáculo que vivimos ahora y que se desarrolla - o más bien, se mueve en círculo vicioso - frente al televisor. Consumimos ávidamente todo tipo de imágenes e información. So pretexto de conocer los últimos desarrollos de los acontecimientos, nos sentamos futilmente frente al monitor, viendo una y otra vez las mismas imágenes trágicas del avión estrellándose contra la torre, las torres derrumbándose, los bomberos corriendo a salvar gente, el alcalde Giuliani dirigiéndose gravemente a la ciudad. Poco importa que estas imágenes sean prácticamente las mismas y se repitan ad nauseam; después de todo, su repetición infinita nos ayuda a superar nuestra nostalgia de lo real, a insensibilizarnos hasta llegar al nivel cómodo de percibirlo como »irrealidad virtual«. Durante la década de los noventa, construimos cuidadosamente un mundo en el que borramos los límites entre lo virtual y lo real, al grado de no ver la diferencia. Ha sido necesario un acontecimiento como éste para recordarnos la distinción entre ambos.

Este fin de la inocencia ha golpeado particularmente a un sector de la sociedad americana que creía fervientemente en la invulnerabilidad de sus instituciones: los profesionales jóvenes. Han creído ingenuamente de que todo es bueno en el mundo, que los relatos históricos terminan bien, y que nada trascendental ocurre fuera de la burbuja de clases. La diferencia social, la miseria y la existencia del resto del mundo nunca han importado realmente ni marcado una diferencia en sus vidas.

Después de un plácido letargo de indiferencia a la realidad, nuestra interpretación de lo que es la guerra (más parecida a la guerra de las galaxias) y nuestra ingenua percepción del mal deben finalmente reconocer que la comunidad global de veras existe. Como en otras partes del mundo, como la guerra civil en los Balcanes, o el terrorismo en Europa y Latinoamérica, hemos recibido finalmente nuestra porción de realidad.

El 11 de septiembre, el muro de Berlín americano finalmente se derrumbó, y lo que se encuentra del otro lado es el resto del mundo.

Despertares

Como alguien que se mueve en el mundo del arte, en el que en teoría creamos para criticar y enriquecer la cultura y ayudar a entender nuestra realidad, veo ésta como una oportunidad para despertar de una vez por todas. En una época en la que el quehacer artístico está prácticamente regido por nuestro deseo de status y éxito político y económico, un acontecimiento como éste nos urgentemente a darle finalmente le un nuevo sentido de propósito al arte. Tenemos la opción de hacer un tipo de arte que sirva sólo como continuación al escapismo remunerable, o uno que sea realmente significativo y relacionado con la realidad.

Su nuevo propósito, creo, es humanista, pero debe estar arraigado en un reconocimiento personal interno. Recuerdo al personaje de la película American Beauty, uno de los más estremecedores de los últimos años en Hollywood, porque encarna las fantasías americanas de rebelión personal. Pero la razón por la que se convierte en una figura tan importante no es que rompa los patrones de comportamiento de la nación suburbana, o que vuelva a adoptar sus instintos más primarios. La parte más importante -y creo yo, la verdadera fantasía americana- es que al final llega un punto de paz consigo mismo ante la muerte. Un paz de índole exclusivamente personal y no arraigada en la pertenencia a una religión o un grupo. El personaje muere solo y muere feliz.

Esta es la paz que realmente hemos perdido. Quienes pertenecemos a una generación que nunca ha creído realmente en nada sustancial, encontramos ese lote baldío más doloroso que nunca. Pero tenemos la oportunidad de entender y confrontar por fin ese miedo. La siguiente guerra en los Estados Unidos no debe librarse contra un enemigo externo, sino contra nuestras propias mentes y contra nuestro peor enemigo, que ejerce en nosotros la tiranía del solipsismo. El cráter vacío donde estaban las torres gemelas, en vez de ser nostálgicamente reconstruido como la catedral rusa, debe dejarse vacío, en conmemoración del momento en que realmente despertamos. Si somos capaces de adoptar este desafío en nuestra manera de pensar, ninguna torre ausente puede resultar amenazadora, ni ningún miedo por la nostalgia, ni la necesidad de algún bien material que nos conforte. Quizá podamos vivir en paz con nosotros mismos y con los otros.

segunda parte >>

  Columna 38 - comentarios

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©  Texto: Pablo Helguera, Columna de Arena: José Roca

Presentación en internet: Universes in Universe, Gerhard Haupt & Pat Binder
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