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Contribuciones al foro »Curaduría vs. demagogia participativa« - Columna no. 29

Retransmito el mensaje de Carlos Jiménez, crítico y curador radicado en Cali. A partir de sus cuestionamientos a la forma como se escogieron los curadores para el Proyecto Pentágono, surgió la idea de hacer público el debate. En todo caso, para tener el panorama completo es necesario contar con la opinión de quienes concibieron el proyecto al interior del Ministerio de Cultura, así como de los curadores de cada una de las muestras.

He recibido algunos correos de gente que recibe la Columna fuera de Colombia, a quienes les parece demasiado local el debate, y que sobre todo consideran que los temas de esta discusión son asunto ya más que resuelto en otros contextos. Tal vez sea cierto. Pero recuerdo la participación de gente de fuera en la discusión de hace un año (particularmente la de Diana Wechsler respecto a los Salones de Arte en Argentina), cuyo recuento del proceso en ese país fue esclarecedor para nuestra propia visión del asunto.

De otra parte, lo que refleja este debate son las condiciones locales de un medio artístico extremadamente conservador, en donde todavía se discute la validez de lenguajes más que integrados en el repertorio artístico actual, como el de la instalación o la performance. Una de las carencias más básicas en Colombia es la del ejercicio crítico; cuando hablé de »una forma de control«, frase que parece molestar mucho (Bernardo Ortiz habló de »comité central«), me refería al hecho de que, ante la ausencia de crítica, los artistas (y los gestores, y los curadores) se quejan de que sus exposiciones pasaron sin pena ni gloria, sin algo más que una breve reseña en el periódico. La función de la crítica como herramienta para ayudar a ver se complementa con otro propósito: el control - tanto para el artista como para el público; una mirada crítica puede ayudar a un artista a cuestionarse sobre su propio trabajo, o al público a ponerlo en su justa perspectiva. Pero esto solo se logra cuando hay posiciones contrastadas, y muchas de ellas.

Ante la ausencia de un pregrado en Historia del Arte en Colombia, la crítica ha provenido de extranjeros (Walter Engel, Casimiro Eiger, Francisco Gil Tovar y por supuesto Marta Traba), de personas con formación o ejercicio profesional en el exterior (José Hernán Aguilar, Germán Rubiano, Carolina Ponce de León, Carlos Jiménez o yo mismo), o por personas con una diferente formación de base, que han desarrollado un interés en el medio artístico (Darío Ruiz, Luis Fernando Valencia, Eduardo Serrano, Alberto Sierra, Ana María Escallón, Juan Camilo Sierra, entre otros).

Todas estas personas han ejercido su trabajo desde la prensa local en su momento. El problema actual es que la enorme actividad cultural que se da, por ejemplo, en Bogotá, está siendo cubierta por muy pocas personas, lo que no permite conformar un ámbito de discusión propiamente dicho, tan solo opiniones aisladas. Y por eso se dan absurdos fenómenos de mercado en torno a un artista dado, puesto que la promoción de los dealers y galeristas encuentra eco en los redactores culturales, la mayoría sin criterio para filtrar la información que reciben de los interesados.

De otra parte, no hay reacción frente a los asuntos que le atañen directamente al medio artístico: la ley que sacó las obras de arte de la lista de exenciones tributarias pasó sin que tuviera un doliente que peleara por ella (cosa que sí ocurrió con el Libro), o la reciente destitución de Clarisa Ruiz de la dirección de la ASAB por razones políticas: nadie, ni los alumnos de la academia, ha sentado la más mínima protesta. A eso es lo que me refiero cuando hablo de control crítico.

J. Roca.


Carlos Jiménez

(8 de agosto de 2000)

Empiezo subrayando que el debate que hemos abierto se ha disparado. Se dispara desde todas partes, desde todos los ángulos y con las armas más disímiles. Mad Max en su loca carrera por la mitad del desierto.

Pero a mí eso me gusta, me gusta la controversia así sea caótica: mejor : más si es caótica, que al fin y al cabo el caos está en el principio de la vida mientras el orden en su muerte por petrificación. Y dicho esto digo mas, digo que Bernardo Ortíz (y Jaime Iregui, si leí bien ) tiene razón cuando pide al equipo de ojotravieso que dé la cara porque en este país ya han hecho demasiado estragos los anónimos y los enmascarados. ¿Que se corren riesgos?.¡Evidente!. En este país a los críticos eso de andar dando la cara les ha costado con excesiva frecuencia la vida. Pero no nos pongamos tan dramáticos: en el mundo insoportablemente leve del arte el precio que se puede pagar por estampar el nombre propio al pie de una crítica no es tan alto o por lo menos es menos incruento y se reduce habitualmente a que no te vuelvan a invitar a las inauguraciones, te excluyan de la lista de los beneficiarios gratuitos de catálogos o - si eres artista - te veten y /o que no te incluyan nunca más en ningún salón regional o nacional o en cualquier otra exposición importante. Cierto, en nuestro medio aunque la crítica no se paga con sangre en cualquier caso se paga y ese pago, bien mirado, puede ser muy alto.

Pero el precio de abstenerse de la crítica es todavía más alto. Y no sólo porque a uno se le envenene el alma viendo lo que ve sin atreverse a decir nada, sino porque en ausencia de crítica todo lo que de corrupto y corruptor tiene el mundo del arte tiende a perpetuarse, regodeándose en una autocomplacencia a la que nadie públicamente refuta. Por eso estoy en desacuerdo con Jaime Iregui, cuando al final de una de sus notas invita a no perder el tiempo en discutir sobre la estructura de poder del mundo del arte. A mí, a cambio de él, esas discusiones no me parecen baladíes, porque, querámoslo o no, el arte es el arte y su contexto y todavía más ahora, cuando el arte que se hace ya sobrepasó definitivamente el modelo del cuadro de caballete y del goce y el usufructo puramente privado del mismo y las instituciones- sean museos, centros de arte, macroexposiciones, revistas, medios etc, etc - son determinantes a la hora de hacer posible la realización de un arte que necesita no sólo ideas sino también presupuesto, producción, infraestructura, divulgación, y de público antes que de coleccionistas.

Uno de los dramas que experimentan las nuevas generaciones artísticas en Colombia, es que con la reciente apertura al mundo de un país que fué como dijo un ex-presidente, el »Tibet de América«, se han dedicado mayoritariamente a modalidades que como las instalaciones o el videoarte no tienen ningún problema de realización en un país como Alemania donde hay centenares de museos y centros de arte moderno y contemporáneo, pero en cambio sí los tienen - y muchos - en un país como el nuestro, donde casi que el único museo que tiene dinero para producir obras de arte importantes es la Luis Ángel Arango.

En un contexto así de pobre es, todavía más importante, si cabe, que las instituciones artísticas y especialmente las que viven de los fondos públicos (que son prácticamente todas )se rijan con criterios y reglas de juego claras y sobre todo abiertas, que no dejen la elección y la selección de los artistas, los curadores y las exposiciones al capricho individual de sus directivos, que actualmente y en la mayoría de los casos son perpetuos. Aparte de sobrepasados por los hechos o sea por las profundas mutaciones ocurridas en la escena internacional del arte. Desde esta perspectiva no se trata de una lucha de poder concentrada exclusivamente en el cambio de unas personas por otras en los puestos de dirección sino de una lucha cuyo objetivo es romper los círculos de la exclusión caprichosa, para dar cabida, en igualdad de oportunidades, a la riqueza y diversidad de tendencias, de propuestas y de individualidades que caracteriza afortunadamente la escena artística colombiana actual. La lucha de las »guerrilla girls« en el Nueva York de los años 80 es ejemplar, porque con su victoria consiguieron que las mujeres, antes prácticamente excluidas del mainstream del arte, accedieran al mismo, enriqueciéndolo nuevas y fértiles propuestas. Finalmente, un par de palabras sobre el Pentágono (o el triángulo en el que finalmente quedó ) y el Salón Nacional. En un país cuerdo, en un país donde se entendiera que la cultura es una de las obligaciones y - todavía más - de las condiciones de existencia esenciales del Estado, esta disyuntiva excluyente no tendría sentido: se harían el uno y el otro. El Salón, por razones históricas, por aquello de que funciona como el »termómetro del arte nacional« y el Pentágono, porque las exposiciones con argumento tienen, aparte de la coherencia, la virtud de ofrecer miradas insólitas, reveladoras, sobre el arte actual.

Pero como las cosas aquí no son de esa tamaño y el ministerio de cultura es la del paseo, pues o tirios, o troyanos, o montescos o capuletos, o el salón o el pentágono, todos enfrascados en un riña que deja de lado que para ninguno de los dos hay plata suficiente, y que, en el caso del Pentágono, los curadores fueron, como es costumbre (perversa costumbre), elegidos a dedo, sin convocatoria pública, ni pliego de cargos, que dirían los ingenieros. Que sí los exigen, cuando les toca.

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©  Texto: Carlos Jiménez; Columna de Arena: José Roca

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