Del tiempo en blanco y negro, según Figueroa

Antonio Eligio Fernández (Tonel)

Por consenso, la fotografía sigue ocupando el lugar de preferencia entre todos los sucedáneos de la realidad que hasta la fecha manoseamos. Tanto si viajan en cualquier plan - más sobre todo de turistas- como si permanecen en sus refugios, con la familia y ante el fuego - no el del hogar sino el otro, el de la televisión; reducto hipnotizante de la imagen y medio difusor, privilegiado, de la foto - los humanoides de fin de siglo cargan con sus cámaras, compran película, revelan (en una hora) y atesoran los pedacitos de papel excretados por la máquina - peldaños ascendentes/descendentes al pasado.

Es una profesión, la de fotógrafo, pero es también un pasatiempo -más a tono con la noción de »pasar el tiempo« válida en el primer mundo- y un requisito indispensable para acceder a cierto status. Obsérvese, por las dudas, al turista japonés acorazado tras su Yashica o su Nikon; Fuji-Film en bandolera; disparador automático, impertérrito. O al autocomplacido fotógrafo »de cumpleaños, quinces y bodas«, director artístico indiscutido en aquellos eventos de trascendencia mayor para la felicidad familiar. Ambos, intocables, alcanzaron la gracia cámara mediante.

En Cuba, no olvidarlo, hacer fotos es todavía labor al alcance de pocos y (a veces) entendidos. Hacerlas profesionalmente está más cerca de la magia que de cualquier otro oficio -¿cómo lo hacen los que, a pesar de todo, las hacen?

En este país, el fotógrafo en casi cualquier instancia es aún personaje agregado, prescindible, antes que sujeto asimilado con organicidad al tejido social. Entre lo sospechoso que resulta pasearse con una cámara por la isla y lo escaso de química y papel, la práctica del oficio, para el aficionado y el »lambiero« tanto como para el artista, va acompañada de vicisitudes agotadoras, cuando no paralizantes. En este mismo medio, el consumo de imágenes fotográficas está muy lejos de haber alcanzado el nivel de saturación apreciable en otros contextos. Ni siquiera en ciertas formas privilegiadas de la comunicación social, como la propaganda política o la prensa plana, las fotos son protragonistas o instrumentos no subordinados. Tampoco en otras instituciones sociales -el aula, el lugar de trabajo, la familia- la fotografía ocupa un lugar tan sobresaliente como se esperaría de ella.

Todo esto condiciona una sensibilidad particular hacia lo fotográfico: se le utiliza y disfruta muy selectivamente, como memoria del climax a la vez que como tamiz discriminatorio, puntual, que admite sólo aquello »verdaderamente« importante, trascendente, es decir, fotografiable (sean los quince de la primogénita o la Marcha del Pueblo Combatiente). Tal selectividad promueve con mucha más fuerza la noción a que me referí al principio: fotografía igual a realidad. Así, toda la juventud de la muchacha celebrada tendrá una imagen para la posteridad: la de sus quince. Y la sociedad, la historia, quedarán enmarcadas en unas cuantas decenas de encuadres; claroscuros donde se inmortalizan segmentos del pasado a cambio de reducir u opacar otros. (Piénsese, a propósito, en los años sesenta. ¿Por qué se nos hace tan difícil imaginar otros sesenta que aquellos inmortalizados con maestría y romanticismo por Korda, Corrales, Mayito y compañia? ¿Es que no existen esas otras imágenes? »El Gato Tuerto« -el de Piñera-; 12 y 23 -la de Fayad-; La Habana de »Memorias...« -la de Desnoes- ¿fueron o no fotografiables?)

Me interesa entonces subrayar una apreciación, intuída sin el ánimo de lo irrefutable: nuestra fotografía de las últimas décadas -al menos, en la punta del iceberg expuesta al sol- suma retazos de su tiempo histórico. Retazos magníficos, mayormente imprescindibles, más que menos apologéticos; pero retazos al fin. Están por imprimirse y exponerse - ya que no por tomarse - las imágenes de extensas zonas del pasado (con la fotografía siempre se trata del pasado) cuidadosamente ocultas al goce de nuestras nostalgias.

Pienso en todo esto a propósito de las fotos reunidas durante treinta años por José Alberto Figueroa. Su obra, desplegada en »series« o »ensayos« de concatenación más bien coherente, participa -por condicionamientos de la época; generacionales- de esa accidentada fragmentación (o parcialidad) que del tiempo histórico reciente nos ha dejado la fotografía cubana. Y sin embargo, debe observarse cómo Figueroa aporta a ese rompecabezas incompleto algunas piezas fundamentales, porque más allá de las ineludibles limitaciones sociohistóricas mantiene la virtud de la pluralidad, y el don de lo exhaustivo. Se distancia, por fortuna, del tedioso aferramiento a uno o dos asuntos tanto como del nomadismo temático improductivo, rasgos empobrecedores, a veces, en la obra de otros fotógrafos.

En esa búsqueda de lo diverso influye sin dudas su propia formación, cumplida sucesivamente con un tránsito inicial por los Estudios Korda y la incorporación, después, a la revista Cuba. De la vivencia en la fotografía publicitaria y de modas al rol de fotorreportero en una publicación notable, entre otras cosas, por el peso enorme que en ella se le otorgó a la imágen fotográfica. Figueroa aprende y consolida el oficio entre dos puntos que aparentemente se excluyen, si bien comparten un sustrato último: ambos se definen por la idealización del mundo real. Que la fotografía de modas se nos entrega como imagen idealizada (el vestuario; los modelos; el entorno, cuando aparece...) ha sido confirmado por estudiosos del tema (Susan Sontag, por ejemplo). Descubrir algo parecido en Cuba, recordada por su periodismo vigoroso y ameno, puede despertar la polémica, pero no olvidemos que, a fin de cuentas, esta revista conformaba imágenes exportables, y lo hacía -sinceridad por descontado- participando de una ideología y una estética marcadas por el trascendentalismo épico como valor determinante.

Pero primero, lo primero: temprano en los sesenta, tal vez antes del sesenta y cinco, Figueroa logra fotos que son como intentos incipientes por romper con los asuntos priorizados en la fotografía de la época. Su sensibilidad -casi adolescente- se detiene ante fenómenos y personajes generalmente obviados o poco atendidos: algo de la vida nocturna en La Habana, con Meme Solís y su cuarteto; músicos de jazz; uno que otro »raro« en la onda »hippie«...Estas fotos, aunque con cierta timidez, prueban un forcejeo dirigido a enriquecer la iconografía de su contemporaneidad.

Entre esos intentos, uno de los más logrados es el retrato de la madre que »se va« (1966). Testimonio muy personal, autobiográfico, sobre la emigración, impone el dramatismo de una sencillez -también en lo visual- descarnada, más elocuente que cualquier afectación melodramática. Es un acercamiento temprano a un conflicto latente siempre en la sociedad cubana, »redescubierto« -y no sólo por el arte- últimamente como cuestión neurálgica, a ambos lados del Estrecho de la Florida.

Será desde finales de los sesenta -Figueroa se integra al equipo de la revista Cuba en el sesenta y nueve- cuando su obra se fusiona por largo tiempo con las necesidades y los privilegios del fotoperiodismo. Necesidades, como lo perentorio, el destino informativo, los temas de algún modo prefijados. Privilegios, como el acceso a casi cualquier zona de la realidad nacional; el salvoconducto para husmear con la cámara (hasta por obligación) en los sitios más probables e improbables: un solar, el tizne en los cañaverales, la Sierra Maestra...Como reminiscencia de los años junto a Korda queda una serie de retratos -en su conformación inicial sólo muchachas, con algo de modelos, posando a cámara. Los retratos se irán ampliando hasta bien entrados los ochenta, para incluir a personalidades conocidas (artistas, escritores, intelectuales).

En buena medida y en parte considerable de su obra, Figueroa es un excelente retratista. Retratos son, en esencia, varias de sus series o grupos de obras más conocidas (los Rostros del presente mañana, los niños de Señor, retráteme, los Compatriotas, e inclusive mucho de El camino de la Sierra). Podría decirse, reafirmando ese carácter exhaustivo, como de contínua indagación en un tópico propio de su labor, que hacia el género del retrato convergen todos sus intereses temáticos, al parecer dominados por la curiosidad que despierta en el artista el rostro de sus contemporáneos; especialmente atraido por la fisonomía del cubano de estos tiempos.

Pero es importante no olvidarlo: muchas de las imágenes aquí presentadas nacieron y crecieron como resultado del acercamiento periodístico a la realidad, si bien el tiempo les ha dotado de una fuerza con la cual se independizan del reportaje escrito o de la página impresa. Los encuadres atrevidos, a veces cortantes (esos rostros »cercenados« en su borde superior, tan a la moda en la foto cubana de los setenta); el ángulo ancho; el uso oportuno de la foto aérea, de la panorámica y del retrato de grupo; la luz, coqueteando con el alto contraste o disolviéndose entre grises, todos estos son verdaderos argumentos visuales para sustentar la trascendencia artística de varias piezas concebidas, en su génesis, como documentos primordialmente informativos.

Por demás, debe apuntarse hasta donde la obra hecha en todo o en parte durante los años setenta, lleva en sí rasgos definitorios de las artes visuales en Cuba, en esa década. El visor, entonces, se volvió con preferencia hacia los héroes -también culturales- de la época: el machetero; el guajiro; el soldado; el pueblo (entendido sobre todo como trabajador manual); los niños (la garantía del futuro)... Personajes priorizados por el discurso ideológico y por la política cultural del momento. Las fotos de Figueroa -como las de otros autores en ese mismo instante- se convierten así en equivalentes de toda una producción en la pintura, el grabado, el dibujo, el dibujo humorístico...Es lo aportado por la llamada »generación del setenta«. Arte que, en síntesis, nos remite hoy a un pasado próximo durante el cual, según parece, estuvimos todos (demasiado ingenuamente) absortos en el futuro, mientras corrían a nuestro lado las aguas del presente. Más que cualquier lienzo o dibujo de ese entonces, estas fotografías son hoy el testimonio de una actividad febril, de un ser social hiperquinético, convencido de que construía el paraíso mientras levantaba sus propias Torres de Babel.

Como creador individual, Figueroa alcanza a vulnerar los límites propios del arte en ese lapso. Sus Compatriotas, por ejemplo, mantienen una frescura y un tono de humor cotidiano -hasta de ligereza, a ratos- nacidos sin dudas de una vena de sensibilidad hacia lo popular, de complicidad -exenta de encartonamientos- con el cubano de la calle. Sensibilidad reiterada más adelante, a fines de los ochenta, con el ensayo Rumba en el solar, por citar otro eslabón en su obra.

Si algún conjunto me parece extraordinario, en todo ese período del setenta al ochenta, es aquel de los letreros, lemas y carteles fotografiados por toda la isla, en locaciones y circunstancias muy diversas. He aquí una de esas otras facetas de la realidad desterradas a veces de la fotografía cubana. Los letreros retratados -hijos de la sabiduría y del humor callejero tanto como del entusiasmo burocrático y del afán normativo; motivados por coyunturas y contingencias no siempre memorables- nos advierten de la capacidad del fotógrafo para escrutar lo social desde sus ángulos en apariencia menos fotogénicos, para acercarse a objetos potencialmente áridos y extraer de ellos una convincente -aunque atípica- lección de historia.

En la obra reciente destacan, a mi juicio, fotos individuales por encima de series. La excepción es el conjunto ¿Y ahora qué? (Berlín, 1990), un ensayo concebido al calor de acontecimientos ante los cuales Figueroa se vió conminado a reanimar al fotorreportero que todos llevamos dentro. Es curioso este conjunto, atravesado por ese vacio que dejó a tantos en vilo con la caída del muro. Son fotos de ambiente, protagonizadas por una ciudad en sus intentos de incorporarse desde sus propias ruinas -éticas, físicas, ideológicas-, mientras los más avispados le mudan vertiginosamente la piel al lado oriental y los menos preparados asisten, deslumbrados, al milagro de calles que se reencuentran y vuelven a convertirse en una sola.

Las imágenes »sueltas« de los últimos años se acercan, desde distintos niveles, a una realidad variable y, en muchos terrenos, ganada por la precariedad -no sólo material. Algunas, con seguridad, nos acompañarán definitivamente en el futuro álbum de nuestras nostalgias -siempre las habrá- por este presente: la de los bustos de Martí, fabricados al por mayor, a punto de convertir al héroe en objeto anónimo de tanto repetirlo. O aquella de las cruces -¿son rompeolas, cimientos desahuciados?- entrando al mar, varadas frente a las olas en algún punto de la costa, aquí mismo, en el malecón...

Es un riesgo éste de sintetizar en una exposición tres décadas. Treinta años, por esta vez, equivalen a cientos de kilómetros de película, o a no sé cuantos días de cuarto oscuro. Tanto, para reunir unas decenas de papeles -plata sobre gelatina, dicen los técnicos - y demostrar cómo se puede aspirar a la inmortalidad, si antes se ha intentado inmortalizar el tiempo vivido -es decir: si se ha hecho lo humanamente posible por inmortalizar a los demás. Por lo pronto, cuando menos, será demostrable que Figueroa no es un fotógrafo de niños, ni tampoco un fotógrafo de personajes o cosas de la Sierra, ni siquiera un fotógrafo de banderas, macheteros o muchachas. Es un fotógrafo, sin más. Y aunque esa condición, así, parezca en algo insegura es, paradójicamente, mucho más confortable.

La Habana, julio, 1994

© Antonio Eligio Fernández (Tonel)

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