José Alberto Figueroa - Proyecto Habana

Alex Fleites

La Habana, bien lo sabemos quienes vivimos o hemos vivido en ella, más que una ciudad es un estado del espíritu. Es la esquina de San Rafael y Galiano, pero es también La engañadora de Enrique Jorrín; es el viento lamiendo desde el Malecón hasta 12 la calle 23, pero es, además, la madrugada perfumada por el pan recién salido del horno; es la fábrica de laboriosidad y fatiga, y la mujer que frente al mar dice antiquísimas palabras mientra lanza flores a la diosa yoruba de las aguas.

Cabe por igual La Habana en la amorosa canción de César Portillo, en el desgarrado testimonio de Carlos Varela, en el monumental poema de Eliseo Diego, y en las telas agredidas por el color de Amelia y René Portocarrero, hayan sábanas blancas o no en sus eclécticos balcones, buenos para comunicarse a gritos de casa a casa, para citar al amor y para observar el limpísimo cielo de la isla.

Ya lo dijo Vallejo - y cito de memoria: »el lugar por donde pasó un hombre ya nunca estará solo«. Así es que La Habana es sobre todo su gente. Y hay tantas Habanas como pobladores. Porque, además de una urbe adolorida y preciosa, La Habana es un esfuerzo de apropiación, de invención colectiva, una superstición, una herida y un orgullo. Agucen el oído. De una casa de vecindad en El Cerro - solar, le llamamos nosotros - se va elevando un guaguancó: »oye, te lo digo yo:/ como La Habana no hay dos...«

Así es que Figueroa, de pupila fina para ver cosas, quiere meter la mano en el asunto, participar con desenfado caribe y derecho de amante en el discurso sobre su ciudad, tan vista en los últimos tiempos con ojos de turista, tan »exportada« como fuente de ingresos, tan incomprendida por muy serios fotógrafos de paso que no han logrado desnudar su esencia.. Y como su lenguaje, su herramienta y su arte es atrapar con la luz, entonces aporta este espléndido conjunto de imágenes, verdadero testimonio de sensibilidad, lucidez, sentido ético y pasión.

Hecho a la escuela de la foto documental, nuestro artista no recompone, no manipula, no corrige la plana a la realidad; sino capta. Conocedor de que el arte es, también, selección y síntesis, Figueroa - que se instala muy bien en una tradición de prestigiosos nombres dentro del país - nos enseña, nos muestra, nos ayuda a asumirnos como habaneros, ya sea en nuestra peculiar gestualidad, en nuestro sentido de la ornamentación y la estética, o en el sonriente comentario político.

El habanero y, por extensión, el cubano, es un ser mutante. Quizás sus mutaciones, decididas por la convulsa historia de estos últimos treinta años, sean más aceleradas que en otro sitio del planeta. Alejado de todo didactismo, sin asumir generalizaciones fáciles, el trabajo de este fotógrafo nos fija en el tiempo como seres complejos. Alguna vez diremos, instalados en una bonanza que habrá de llegar inevitablemente: así éramos entonces. Pero no porque nos llene de nostalgia la referencia a un auto antidiluviano, o la fachada que el sol, el salitre y la falta de pintura elaboraron trabajosa y folclóricamente, o porque nos haga sonreir con tierna amargura el ingenuo mensaje de una valla de propaganda ideológica, sino porque estaremos viéndonos en lo inmutable, en lo esencial, en el ser y no en el estar. Y entonces también diremos: así todavía somos hoy un poco. Y no habrá mejor elogio para los desvelos que fueron asistidos por un talento que usted, ante esta pequeña muestra, puede confirmar.

Abril en La Habana de 1997

© Alex Fleites

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