« atrás Art Nexus - N° 26/1997


Rachel Weiss: Sexta Bienal de La Habana      (versión para impresión/download)

Rachel Weiss: Directora del programa de Administración de las Artes, School of the Art Institute, Chicago.


En el mejor de los casos, una bienal es una oportunidad para volver a trazar el mapa mundial, con el centro colocado en un nuevo sitio. A medida que entran nuevas áreas en el circuito mundial contemporáneo, una bienal puede magnetizar un lugar atrayendo la atención, ideas y obras de parajes lejanos, y alineándolas con la realidad local. Una bienal también puede tener la función paralela de dirigir la atención local (tanto del público como de los artistas) hacia fuera, hacia aquellos lugares, tendencias e individuos que tienen una relación más fuerte con los intereses del epicentro de la bienal.

Es igualmente claro que las bienales pueden, como en efecto lo hacen, servir de vehículo para llevar las aspiraciones de dicho lugar más allá del mundo del arte; convincentes vitrinas para las ambiciones locales, regionales y nacionales [ 1 ], han sido inauguradas en una ciudad tras otra, en donde los aceleramientos políticos y económicos demandan tales cotillones públicos y ostentosos. Con su potencial a la vez centrífugo (descentralizador) y centrípeto (re-centralizador), la idea de la bienal tuvo un renacimiento con la llegada de las nociones postmodernistas de globalización [ 2 ]. En los últimos diez años y medio ha surgido una gran cantidad de nuevas bienales; solamente en la segunda mitad de 1997, abrirán sus puertas en Estambul, Johannesburgo, Kwangju, Lyon y Porto Alegre (la 1ª Bienal del Mercosur) [ 3 ]. En el caso de La Habana, la Bienal ha explotado con mucho éxito esta rica potencialidad.

La Bienal de La Habana, inaugurada en 1984, era clase aparte en sí misma. Era una defensora incondicional de la necesidad de que existiera un foro fuera de la corriente principal, en el que nuevos discursos y estéticas locales pudieran desarrollarse. Contaba una historia que era diferente de las contadas por los internacionales en cualquier otra parte del mundo. Cumplía el papel de antídoto contra las fuerzas homogeneizadoras del mercado, y de modelo potencial para la práctica alterna. Al ser la única bienal organizada por un país socialista, se identificaba por el anticomercialismo y por la solidaridad entre los artistas, un desafío a la hegemonía cultural de la corriente principal (yankee). La misión decididamente antiimperialista de la Bienal presagiaba mucho del subsiguiente discurso postmodernista con respecto a la descentralización del mundo del arte y de la legitimidad cultural en general; en consecuencia, La Habana adquirió un cierto cachet por su claridad de visión y por haber sido la primera.

Aunque La Habana ha perdido algo de su singularidad, al mismo tiempo ha estado adquiriendo el peso de la experiencia - para bien y para mal. La Bienal, inicialmente una operación decisivamente idealista, evitó la superficialidad y brilló por su concienzuda dedicación a presentar un grupo diverso de obras de formato democrático, abandonando incluso el otorgamiento de premios a partir de 1986. La Bienal debía ser un lugar para que los artistas y el público se encontraran y se entendieran mutuamente por lo alto y por lo bajo, abarcando África, Asia y Latinoamérica [ 4 ]. A pesar de que, al menos para sus organizadores, esta misión sigue intacta (en la introducción del catálogo, la directora de la Bienal, Llilian Llanes, se refiere a la »indispensabilidad« del proyecto), la entidad de la Bienal ha evolucionado para convertirse en una presencia más compleja.

En su interpretación original idealista, la Bienal era un lugar de encuentro que reunía no sólo a artistas procedentes de todo el Tercer Mundo, sino que traía también el arte al público cubano. Las exposiciones pequeñas y populistas que caracterizaron las primeras bienales (tales como las de juguetes africanos elaborados en alambre, y de representaciones folclóricas de Simón Bolívar, ambas en 1989) han ido desapareciendo a medida que la Bienal ha »profesionalizado« su discurso, reemplazado por un enfoque más uniforme y de alta cultura. Los eventos conmemorativos abiertos al público (como, por ejemplo, un concierto al aire libre con Mercedes Sosa, Chico Buarque y Pablo Milanés, quienes cantaban y tocaban mientras algunos artistas pintaban murales impromptu en el escenario detrás de ellos, y una multitud bailaba durante toda la noche, en 1986, y un agradable desfile de modas, en 1989, en el que se exhibieron en las plazas de uno de los barrios más antiguos de la ciudad telas y diseños elaborados por los artistas), que se organizaban como parte esencial de cada Bienal, parecen cosa del pasado, y el público local también parece haber mermado.

Entretanto, la Bienal ha crecido en cubrimiento geográfico y perfil profesional. La Habana ya no es simplemente una curiosidad del Tercer Mundo; se ha convertido en un imán para influyentes curadores, comerciantes y coleccionistas, un sitio en el que se realizan negocios significativos. Mientras sus principales visitantes eran originalmente personas que compartían muchos referentes claves (latinoamericanidad o identificación con el Tercer Mundo, relación problemática con la corriente artística principal, y una posición idealizada/idealista, al menos en cierta forma, con respecto al papel del arte en la sociedad, y un cacareado sentido de propósito para el artista, etc.), hoy su público se acerca más a una típica multitud internacional interesada en el arte, en busca de tendencias y nuevos descubrimientos. Tal vez aún más importante, las aspiraciones de los artistas en su propia participación parece decididamente más centrada, hoy en día, en la interconexión con los curadores y coleccionistas, y menos en su relación mutua. Con todo, incluso si La Habana ha dejado de ser un lugar que cuestiona las hipótesis y objetivos del arte, aceptando más bien una presentación »regularizada« e institucional de las obras, la posición que la Bienal de La Habana ocupa ahora dentro del espectro institucional del mundo del arte contemporáneo está a unos cuantos años de distancia de sus hermanas mejor establecidas.

Dada la volatilidad de la situación cubana desde 1989, ésta se ha vuelto importante, en el caso de las tres últimas bienales, para entender el evento, al menos en parte, dentro del marco del momento en el que fue montada. La economía del país implosionó virtualmente en los años que siguieron al colapso de la Unión Soviética, y las cosas se pusieron tan mal en las calles durante la última Bienal en 1994 [ 5 ], que muchos observadores se sintieron al borde de la náusea por su propia presencia allí, por tener el privilegio de comer y moverse por la ciudad con facilidad en una época en la que a la mayoría de los cubanos no les estaba permitido hacerlo. Las posibilidades de una expresión política y cultural en Cuba también han sufrido de una incertidumbre concomitante, y la Bienal, con su gran público internacional, ha sido un punto especialmente sensible; por ejemplo, la apertura de una pequeña exposición en 1991 fue marcada memorablemente por el intento del artista Lázaro Saavedra de darle una paliza al funcionario que la presidía, después de que toda su obra fue censurada y sacada de las galerías la noche previa a la inauguración.

Los visitantes de esta Bienal encontraron una Cuba cada vez más enfocada hacia el turismo [ 6 ]. La situación en La Habana es a la vez mejor y peor este año, de lo que fue en 1994 - mejor para aquellos que tuvieron acceso a la economía del dólar [ 7 ], y nefasto para los muchos que no lo tuvieron). Mientras la comida parece estar disponible más fácilmente, la prostitución es epidémica y abundan los chanchullos de diferentes tipos; aunque las calles realmente se ven más animadas, gran parte de esa actividad está dirigida hacia los turistas con dólares, y es propagada por ellos.

Éste fue el telón de fondo contra el cual la Sexta Bienal de La Habana abrió sus puertas en mayo. Los hoteles estaban llenos de artistas, coleccionistas y curiosos que habían llegado a verla; había una gran multitud en la plaza durante los discursos de apertura, y las galerías se llenaron los dos primeros días. (A pesar de que se realizó un extenso cubrimiento por radio y televisión, lo cual permitió que muchos habaneros se enteraran de la existencia de la exposición, el hecho de que dos de los tres principales espacios en donde se llevó a cabo estuvieran al otro lado del puerto y fueran relativamente inaccesibles por medio del transporte público, significó que una vez que la aglomeración de visitantes extranjeros disminuyó, las galerías se desocuparan precipitadamente). Estuvieron representados 177 artistas de 44 países, pero tal vez lo más significativo para el ascenso e ingreso de La Habana en el gran mundo fue la presencia del »curiatoriate«[ 8 ], incluyendo personas muy importantes relacionadas con las próximas exposiciones internacionales de Johannesburgo, São Paulo, Estambul, Kwangju y Pittsburgh (la Carnegie International).

La exposición se organizó bajo el estandarte de »El individuo y la memoria«. Este enfoque aparentemente interior presentó cierto contraste con instalaciones anteriores que generalmente hacían énfasis en una interpretación social del arte por medio de títulos como Tradición y contemporaneidad (Tercera Bienal) [ 9 ], El desafío al colonialismo (Cuarta) y Arte - Sociedad - Reflexión (Quinta). No es muy claro si esto reflejaba un repliegue filosófico del espacio social al personal, aunque los ensayos, tanto de Llanes como del curador principal, Nelson Herrera Ysla, dejaron claro que no consideran que la idea de memoria no esté constituida de nostalgia, sino que es la sustancia por medio de la cual el individuo puede ser, en tiempos tan desarticulados y de dificultades, reconectado a otros y a un sentido de reciprocidad. Herrera, inclusive, se refiere a una »noción transnacional de la cultura y la memoria«, dando a entender que, desde su punto de vista, los recuerdos pertenecen más propiamente a las sociedades que a los individuos. Sin embargo, el tema fue el origen de algunos problemas que se presentaron en la exposición. A pesar de que los temas de la Bienal se examinan más efectivamente como una forma de captar el sentido de un momento global, en este caso se convirtió en una presencia a menudo prescriptiva, y la exposición contó, como consecuencia, con un gran número de viejas fotos de familiares. En lugar de semejar una instantánea global, esta Bienal empezó a parecer a veces una gigantesca exposición temática.

En términos de organización, la Bienal se vio seriamente obstaculizada este año por la pérdida del Museo Nacional, que actualmente se encuentra cerrado debido a su restauración. En consecuencia, la exposición estuvo más diseminada que de costumbre [ 10 ], y ocupó gran parte de dos fortalezas de la época colonial, situadas en el lado más lejano del puerto, y un grupo de pequeños museos y edificios del Centro Histórico de la ciudad. Los espacios de las fortalezas son extremadamente imponentes y hermosos - antiguos, cargados de historia, de material áspero e irregular, y tenuemente iluminados. Son la última refutación al cubo neutro, blanco y modernista, y son duros con los objetos de arte, tales como pinturas, fotografías y esculturas. Por lo tanto, no sorprende la preponderancia en esta Bienal de las obras basadas en instalaciones. Aunque este formato es propicio para la producción contemporánea en algunos lugares (ha dominado la obra cubana por lo menos durante una década), cerró la posibilidad de que otros se beneficiaran de él. Muchos artistas encontraron que su obra había sido aplastada por la »muscularidad« del espacio, y reducida a la invisibilidad y la insignificancia.

Otro factor negativo fue la pobreza de material de la Bienal; no había ninguna de las costosas técnicas pulidas, luminosas y autoconscientes propias de los museos, las cuales se han convertido en un aspecto cada vez más importante de buena parte del arte contemporáneo. La escala de la mayoría de las obras se limitó a lo que los artistas pudieron embarcar hacia Cuba [ 11 ], y su forma se circunscribió a lo que el artista pudiera instalar, teniendo para ello muy poca ayuda, y prácticamente ningún recurso. Todo esto conspiró para darle a la bienal un look general definitivo, análogo al de cierto tipo de espectáculo que caracterizó, por ejemplo, la reciente Bienal de Whitney; en cada uno de estos casos prevaleció una cierta monotonía de tono. Para quienes están acostumbrados a este efecto local, esto no fue un gran problema, pero para aquel número cada vez mayor de visitantes de bienales que son profesionales del arte y que normalmente pasan su tiempo paseándose por los recintos de Kassel y Venecia, fue »del Tercer Mundo«, según las palabras de desaprobación de un curador alemán. Los artistas cuya obra depende del control cercano que puedan tener sobre las condiciones de la exposición, se vieron afectados; por ejemplo, las fotografías de Rosangela Renno se estaban separando en capas debido a la humedad, y algunos, como Agnes Arellano, se dejaron llevar tanto por el drama intrínseco del espacio, que su obra se convirtió en su víctima. Sin embargo, para otros, como Suzan Victor y Lía Menna Barreto, el espacio fue una verdadera bonanza, suite ideal para la dramática narrativa con la que estaban trabajando, y lo incorporaron a la obra en una forma muy hábil y exitosa.

Al igual que sucede con cualquier exhibición gigante, es difícil juzgar la Bienal en su totalidad. El nivel general de las obras fue probablemente un poco más flojo que en 1994, especialmente con respecto a las cubanas, que tradicionalmente han dominado la exposición. En esta categoría, la primera obra en la exhibición de este año era de Kcho, sin lugar a dudas la estrella del momento en La Habana (habiendo ganado varios premios internacionales y vendido totalmente las obras de su primera exposición en la Galería Bárbara Gladstone). Siendo una variación del tema ya familiar del artista, quien utiliza trozos de botes para referirse al éxodo de Cuba en años recientes, estas obras repetían el lenguaje simbólico, material y espacial de gran parte de su trabajo anterior; tal vez el elemento más nuevo era la fila de gente ansiosa por tomarse fotos con el artista, teniendo como fondo su obra. Si la política de la obra de Kcho pareció atenuada, no ocurrió lo mismo con la instalación de Lázaro Saavedra, quien presentó un campo de lápidas sin grabar ordenadas frente a un muro de piedra con huellas profundas dejadas por innumerables balas; esta obra recordaba no solamente la larga lucha por la independencia de Cuba, sino también los años inmediatamente posteriores a 1959, cuando la fortaleza La Cabaña (sitio de la Bienal) era comandada por el entonces recientemente victorioso Che Guevara, cuyos »tribunales revolucionarios« terminaban con ejecuciones, exactamente en el lugar en donde Saavedra colocó su obra. Entre los participantes cubanos estuvieron también René Francisco Rodríguez y Carlos Estévez, quienes presentaron densas instalaciones del tamaño de las salas. El taller de reparaciones, de Rodríguez, con menos repuestos que nunca, era una mordaz reflexión sobre las realidades materiales de la vida en Cuba, mientras que la de Estévez, Donde sueña el Demiurgo, interesada también en la textura de la vida diaria en La Habana, acumuló decenas de marionetas, dibujos y citas del arte cubano de los ochenta.

Había otras obras excepcionales. La espectacular instalación de Reamillo y Juliet (Filipinas, 1964 y Gran Bretaña, 1966), titulada Jesús y los jeeps: Dios bendiga Nuestro viaje, ocupaba un salón de la Casa de Asia, logrando un gran efecto con un viejo jeep decorado, en forma rebuscada, con plástico y adornos electrónicos, en cuya cabina estaba permanentemente encendido un juego de video. La afirmación que el artista hace en el catálogo es una fuerte denuncia de la globalización del capitalismo occidental y de los cancerígenos efectos de la cultura de consumo - la cual »alcanzó una malignidad extrema en la periferia del Tercer Mundo«. Afortunadamente, la retórica de la obra se contrarrestaba con una estética más flexible que incorporaba fuertes elementos de ironía a su vocabulario; en contraste con lo recargado y exagerado del tratamiento del jeep, una columna de recortes de papel en forma de pistola flotaban sobre una cuerda, proyectando extrañas y hermosas sombras de aves. En la sala contigua, la instalación Borrado y recuerdo, de Alfredo Juan Aquilizan (Filipinas, 1962), era una sombría contraparte de la exuberancia del jeep; en un espacio casi totalmente oscurecido, miles de cepillos de dientes usados habían sido colocados cuidadosamente sobre una ruinosa y suave alfombra. Aunque impresionante en términos visuales, el verdadero interés de la obra radica en el proceso en el que se había comprometido el artista: durante varios meses, Aquilizan había ido reuniendo personalmente los cepillos en un pequeño pueblo de Filipinas. Para él, el punto clave de la pieza fue el proceso de esa recolección, el cual lo obligó a pasar un tiempo familiarizándose con la gente. Su idea original era reunir también un grupo paralelo de cepillos de dientes en La Habana, y mezclarlos con los otros está cansado de lo provinciano de la »identidad« de la cultura. Sin embargo, esto no fue posible, tal vez porque en Cuba no estaba lista una provisión de cepillos de dientes usados, o porque no tuvo tiempo de ver cómo hacía para reunirlos.

A primera vista, la obra de Laura Anderson (México 1958), Epítome o modo fácil de aprender el idioma náhuatl, era solo otro monumento artístico al maíz, »ingrediente esencial de las Américas«, pero al inspeccionarla más de cerca, los granos de maíz resultaban ser dientes humanos - miles de ellos - que transformaban inmediatamente el trabajo en un réquiem por el violento proceso del continente a través de los siglos, desde la Conquista, y sus incontables víctimas. Las mazorcas estaban colocadas sobre stands de bambú, lo cual recordaba la forma como los aztecas exhibían en las plazas públicas los trofeos de guerra.

De hecho, para muchos de los artistas latinoamericanos la memoria, el tema de la Bienal, provocaba referencias de vidas perdidas, cuerpos mutilados, y otros restos de violencia. En paneles exquisitamente bordados, las series de Pablo van Wong (Colombia,1957), tituladas Obrepción con decoración, reproducían imágenes de cadáveres, funerales, etc., tomadas de periódicos; la exuberancia de sus colores y superficies embellecían las siniestras imágenes, ahondando el sentido de violencia. Sobre los marcos había cajas poco profundas que contenían hileras de carretes de hilo, arregladas como si fueran condecoraciones militares.

Durante más de una década, la mortalidad y la enfermedad han sido temas ubicuos en el arte contemporáneo, tanto en los centros postindustriales como en los »pequeños circuitos« de la periferia, que se ven igualmente afectados por las epidemias y crisis de identidad que plagan nuestra era. En la dramática obra (Sin título) de Suzann Victor (Singapur), el marco de una vieja cama metálica se cierne desde lo alto sobre el piso, cubierto con una enorme cobija tejida con miles de pequeños cuadrados de vidrio, manchados de gotas de sangre. El Retorno de lo olvidado, del peruano Roberto Huarcaya (1959), envolvía una escalera en espiral con enormes y asombrosas fotografías de caras de personas, desde infantes hasta ancianos, vivos y muertos.

Si bien las ideas de »Tercer Mundo« y »periferia« que fueron claves al comienzo de la Bienal han cambiado ahora enormemente, muchas de las obras presentadas en La Habana todavía no se podían confundir con las ricas producciones de los centros del mercado artístico. Como en el pasado, había una dependencia material de lo usado, lo descartado, lo reciclable, que hacía que las obras resultantes tuvieran una pátina que proclamaba su origen inmediato. Entre éstas se encontraba la extensa instalación de Romuald Hazoumé (Benin, 1962), elaborada completamente con objetos plásticos que habían sido arrastrados por el mar hasta la playa. En sus manos, viejos recipientes de detergentes se convirtieron en máscaras africanas postmodernistas, y un largo muro de piedra cubierto de hileras de sandalias plásticas de playa se convirtió en una galería de retratos sugestivamente genérica. No lejos de allí, otra instalación sensiblemente austera hecha por el joven sudafricano Moshekwa Langwa (1975), consistía en piedras regadas sobre el viejo piso de piedra y charcos de leche (el segundo día ya se percibía en el salón un dulzón olor a podrido), iluminados a intervalos caprichosos por un par de luces estroboscópicas. La leche, que formaba pozos sobre la superficie desigual del piso, se convertía en un mapa topográfico de facto de éste, similar a otra obra de Langwa, consistente en una maraña de hilos casi invisibles, colocada en el piso, la cual parecía trazar un vago mapa ocasionalmente demarcado con el nombre de algún lugar escrito con tiza. La propia explicación que da Langwa de su obra, de la cual dice que hacía referencia a la resolución de dilemas de identidad, no arrojó muchas luces sobre las misteriosas alusiones de la obra (el título de la primera pieza era »La permanente y desarreglada imagen«), pero, de todos modos, ésta tenía un aura potente y espontánea. El cuarto del rescate, del peruano Eduardo Tokeshi, a pesar de estar hecha también con materiales recuperados del mar (incluyendo sandalias de playa), logró esplendor mediante su meticulosa elaboración y elegancia.

Carlos Garaicoa (Cuba, 1967) presentó dos »jardines«, uno japonés y otro cubano; el primero consistía en una extensión tradicional de gravilla rastrillada entremezclada con trozos de ornamentos arquitectónicos que se han caído de edificios desmoronados de La Habana, continuando así el irónico tratamiento del artista de la idealización de su país en proceso de deterioro. El segundo, el jardín »cubano«, tomó la forma de un happening en un lote desocupado en el que había basura esparcida, y donde Garaicoa invitó al público. Mientras nos tomábamos unos tragos y conversábamos, nos dimos cuenta de que pequeños detalles del paisaje - el oxidado chasís de un automóvil, por ejemplo - habían sido conmemorados en fotografías insertadas en los muros de concreto que rodeaban el lote, como réplicas »virtuales« del destruido lugar. Era un comentario mordaz, especialmente en vista de las extensas renovaciones que se están llevando a cabo en el barrio histórico de La Habana por cuenta de inversionistas internacionales ansiosos por abrir boutiques y cafés para captar las crecientes multitudes de turistas (el jardín de Garaicoa no estaba muy lejos del nuevo almacén de Bennetton).

No obstante, no todas las obras de la Bienal de La Habana emplearon una estética tan pobre, y en particular, la fotografía fue un lenguaje recurrente en la exposición. Photo Respirations, una lustrosa serie de obras de Tokihiro Sato (Japón, 1957), estaba compuesta de retratos de lugares aislados de La Habana, ampliados hasta lograr enormes paneles translúcidos. Usando exposiciones de tiempo, Sato capturó destellos de luz dispersa a través del marco, con una pequeña linterna y un espejo; a pesar de que en las imágenes no hay personas, los pequeños destellos de luz parecían convertirse en una población fantasma. Aunque utilizó la misma técnica que en Tokio connota el ritmo ciclónico del desarrollo de esa ciudad, las imágenes de Sato captadas en La Habana parecían seguir un derrotero opuesto. Marta María Pérez (Cuba) abrió una sensacional exposición (a la par con la Bienal) de nuevas obras que son continuación de su exploración de las creencias populares, y en las que empleó el formato de los autorretratos fotográficos. Otros trabajos fotográficos sólidos (que cubrieron un amplio espectro de costumbres del medio) fueron los de Álvaro Zinno (Uruguay, 1958), Tatiana Parcero (México, 1967), Víctor Robledo (Colombia, 1949), Juan Enrique Bedoya (Perú, 1966) y Martín Weber (Argentina).

Como en el pasado, había un par de estrellas del arte internacional entre la recopilación más prometedora de la Bienal. Este año se pudo ver la en cierta forma misteriosa inclusión de Christian Boltanski y Braco Dimitrijevic, quienes enviaron obras ya conocidas (la marioneta giratoria de sombras de Boltanski se veía espectacular sobre los muros de trescientos años de antigüedad de la fortaleza). Ampaso, de Miguel Ángel Ríos (Argentina, 1943), una hermosa y aséptica instalación, continuó la obsesión de este artista por los mapas como simbolizaciones ideológicas profundamente codificadas. William Kentridge (Suráfrica, 1955) contribuyó con UBU and the Truth Commission, una instalación que hacía uso de sus estilos gráficos y de animación, en una visión escéptica del proceso político actual de Suráfrica. La ironía abundó en obras como la de Priscila Monge (Costa Rica, 1968), Cállese y cante, en la que una hilera de caretas de boxeo, equipadas con diminutas cajas de música, dejaban escuchar dulces melodías infantiles; y las cáusticas pinturas de Armando Mariño (Cuba, 1968), en las que se burla de la historia oficial del arte (blanca, occidental), en lienzos como Carrera con obstáculos (un niño negro, esclavo, que corre a toda prisa por los corredores de un museo) y Marcel Duchamp en el reflejo de la postmodernidad (el mismo chico nos da la espalda mientras está de pie frente a un orinal, y Duchamp nos mira de frente).

Los artistas siempre se mueven más rápidamente que las instituciones, y La Habana no es la excepción. No obstante que la Bienal es un lugar clave incuestionable para los artistas cubanos emergentes, soporta también el peso del letargo institucional (tanto en términos ideológicos como estéticos) que ha generado una serie de eventos al margen, organizados por los artistas mismos; y, a pesar de que esta Bienal estuvo mucho menos plagada de escándalos que sus predecesoras inmediatas, todavía fue el sitio de cierta controversia política entre los artistas y el Estado cubano, y fue precisamente en esos eventos al margen en donde terminó esta tensión. En Cuba, el clima para la expresión ha sido, por mucho tiempo, una historia complicada, y durante la última década, la situación ha empeorado; la censura de obras de arte y exposiciones ya no sorprende a nadie; incluso, en la última Bienal algunas obras fueron abiertamente retiradas de la arena pública. Desde entonces, probablemente como resultado de la motivación dual, originada, por una parte, en las restricciones políticas y, por otra, en la incipiente mentalidad empresarial entre los cubanos de diversos sectores, han surgido espacios para exposiciones y empresas privadas.

Parece que para esta Bienal varios artistas jóvenes ya habían planeado tomar en arriendo casas privadas en la ciudad para montar exposiciones independientes de sus propias obras. Aparentemente, estas iniciativas no sancionadas finalmente atrajeron la atención desfavorable por parte de la policía que, según se informó, hostigó en repetidas ocasiones a un grupo de artistas cada vez que intentaban colgar sus obras; a tal punto, que el dueño de la casa se convenció de que no era prudente arrendársela. Esta actitud también influyó en el Ministerio de la Cultura, que proclamó, justo unos días antes de la apertura de la Bienal, que los artistas podían exponer sus obras únicamente en sus propias casas, y no en cualquier otro lugar privado adquirido para tal efecto [ 12 ]. Esto, a su vez, provocó un par de respuestas, incluyendo la de la Fundación Ludwig (que se ha convertido en un terreno propicio no oficial entre los artistas cubanos y la burocracia estatal), que se hizo cargo de algunas exposiciones. En esta forma, pasaron de ser iniciativas no oficiales a eventos casi oficiales, y se les permitió abrir sus puertas sin complicaciones, aunque el contenido crítico de las obras no hubiera cambiado [ 13 ]. En esta categoría estuvo la excelente exposición Realidad Virtual, que incluyó obras de los más prominentes artistas jóvenes del país, tales como Los Carpinteros, Abel Barroso, Thomas Glassford, Sandra Ramos, Osvaldo Yero e Ibrahim Miranda.

Otros artistas organizaron diminutas exposiciones en su propia casa, como Luis Pablos, Luis Gómez y Andrés Montalván, quienes montaron una sucinta exposición en la sala de la casa de éste último. Las obras, como es típico de gran parte del arte cubano de unos años para acá, mezclaban la crítica de la retórica política con el vocabulario poético y visual de cada uno. Realidad virtual, de Pablos, era una diminuta foto de él con un dibujo a pluma del retrato icónico de Martí, superpuesto al vidrio de la foto, cubriendo la imagen en tal forma que las dos caras se alineaban cuando se las miraba de frente, pero se desalineaban cuando el observador se movía para verlas desde un ángulo ligeramente diferente. Espacio Aglutinador, tal vez la primera galería privada que se hizo valer en el ámbito de la pintura hace algunos años, continuó con su compromiso de presentar el nuevo y más riesgoso arte cubano.

Como de costumbre, la exposición organizada por el Instituto Superior de Arte estuvo animada y fue un elemento clave para el panorama de la Bienal. Este Instituto, en donde estudia la mayoría de los artistas del país, ha sido la fuente primaria del talento y de la controversia que ha caracterizado al arte cubano durante la última década. Este año, la obra de los estudiantes mostró a la vez una recia familiaridad con las corrientes más recientes de la práctica contemporánea, y una continuación del tipo de obra irónica y crítica que ha venido a tipificar gran parte del arte cubano desde mediados de los ochenta. Entre las obras más impactantes estaban los retratos satíricos del artista como vaca pintora, de Saidel Brito, y la monumental Alegoría, de Duviel del Dago Fernández.

Al suavizar su posición retórica original, la Bienal de La Habana puede estar perdiendo el tono que le ha dado una importancia de tantos años, a cambio de adecuarse más fácilmente al discurso internacional actual. Podría argumentarse que, ahora, con la proliferación de bienales, La Habana está en peligro de convertirse simplemente en un capítulo más de este emergente síndrome mundial de Rashomon, con su narración de casi la misma historia (del final del siglo/milenio; de la migración global; de los cambios en las identidades tradicionales; de las relaciones revaluadas entre el yo y el género y el otro y la historia) que relatan los otros. Sus organizadores han comprobado que una convincente posición mundial puede desarrollarse desde fuera de los círculos usuales de poder; me temo que, ahora, su tarea es defender los logros de su propio éxito, lo suficientemente bien como para preservar su voz y su distinción un problema de madurez. A cierto nivel, la Bienal de La Habana sigue siendo una fuerte y valiosa afirmación sólo en cuanto a su perseverancia el extraordinario hecho de su reaparición una y otra vez, a pesar de tan hercúleos obstáculos. No obstante, el propio momentum desacelerador de la Bienal, combinado con significativos cambios en el ambiente que la rodea, plantea imperiosos interrogantes acerca de su futuro. Por supuesto, el juego del »¿qué sucederá después?« es uno de los antiguos temas favoritos de los que observan a Cuba, pero el tema parece tener un significado particular a medida que la Bienal lucha por redefinirse y redefinir a su público y su posición dentro de una familia en crecimiento.

Notas

1. La dimensión nacionalista del proyecto de la Bienal radica en el interesante contraste con lo que muchos críticos culturales denominan ahora una realidad postnacional, en la que una identificación metropolitana sustituye a la nacional.
2. Por razones de brevedad, no estoy teniendo en cuenta las muchas otras bienales »marginales«, tales como la de Ljubljana, que se han llevado a cabo a través de los años, tanto porque sus ambiciones parecen haber sido más circunscritas formalmente, como porque nunca fueron realmente importantes para los grandes mercados internacionales y para los círculos críticos.
3. Como lo señala en su introducción la directora de la Bienal de La Habana, Llilian Llanes, las bienales están proliferando no solamente en lugares que normalmente han sido marginados (por ejemplo, Estambul, Johannesburgo, Dakar), sino también en ciudades secundarias de naciones importantes. Galicia, Lyon, Rotterdam. En cualesquiera de los casos, la idea ha sido utilizar la vieja formula de la bienal para recapturar la atención hacia ese sitio.
4. En 1991, la Bienal empezó incluso a invitar a artistas de los Estados Unidos y de Europa Occidental, identificándolos como conectados al proyecto de la Bienal en virtud de su raza o de su etnicidad, más que de su nacionalidad (la mayoría de ellos eran negros o latinos).
5. Las dificultades económicas y logísticas endémicas de este período, aparentemente han hecho imposible programar la bienal a intervalos de dos años.
6. La economía anterior a 1989, basada en ventas de ázucar subsidiadas, ha caído en más de 30%. Además, es probable que la cosecha de este año sea mala, debido en parte a los daños que sufrió a causa del huracán Lily y, por otro lado, a las continuas sanciones impuestas por los Estados Unidos, que impiden la compra de fertilizantes, herbicidas y otros suministros.
7. Una innovación fiscal reciente ha sido la de permitir que los cubanos posean dólares y hagan negocios.
8. Este término fue acuñado recientemente por Arthur Danto.
9. La primera y segunda bienales no tenían tema.
10. Sin embargo, incluso en bienales pasadas se ha utilizado más de un lugar. Esta vez, la diferencia estuvo en que no había un sitio central alrededor del cual estuvieran girando los otros.
11. La Habana no tiene presupuesto para pagar los embarques, así que el envío de las obras a Cuba dependía de cada artista o de sus países de origen.
12. También se rumoró que un hecho orquestado por un artista argentino (y apoyado por muchos otros), durante la ceremonia de apertura, y que consistió en el lanzamiento desde el aire de pedacitos de papel con citas de varios artistas, incluido un exiliado cubano, pudo haberle dado a las autoridades la idea de que era necesario refrenar la Bienal.
13. Parece que el espíritu empresarial es desaprobado tanto en las artes como en la economía, para evitar que el sector privado crezca y se convierta en una competencia real para el Estado. Los restaurantes privados (»Paladares«, por ejemplo) que se encuentran en todas partes son sometidos constantemente a cambios en las regulaciones y las tasas de impuestos, lo que, efectivamente, les impide afianzarse como empresas estables.

 
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